De golpe y porrazo
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Carmencita Reyna recién cumplía un lustrito de chambear de sol a sol en la Secretaría de Programación y Presupuesto del gobierno estatal. A todas luces, carecía de cualidades técnicas y -peor aún- su actitud ante la vida se sintetizaba lacónicamente con el gesto enfurruñado que plantaba a todo aquel con quien se cruzase durante la soporífera jornada laboral.
Pese a las sabidas limitaciones poseídas, la personalidad leonina y la sangre pesada le sumaban enteros ante los superiores, pues ni la destreza -y mucho menos el pensamiento crítico- eran cualidades valoradas en un entorno donde, dado el pestífero hedor a latrocinio encubierto, lo mejor tasado era la lealtad a ciegas.
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Inmersa y comprometida con la dinámica de este templo de fe gubernamental, encontró un nicho vacío en la proveeduría de información fidedigna sobre la plantilla renuente a enlistarse en las tropas sobalevas del partido en el poder.
Esta facción tenía hasta los tanates a la alta jerarquía mandamás debido a que atribuían la disminución en los votos recibidos en los recientes comicios electorales a la creciente independencia intelectual de la sociedad, más aún, acusaban de un creciente movimiento democratizador al interior del aparato burocrático, lo que equivalía a anatema en grado de tentativa en un sistema donde las dudas no tienen derecho de picaporte.
Ese resquemor progresista, vomitado en bilis y causantes de úlceras entre los caciques, los empecinó a emprender una discreta caza de brujas del credo oficialista, ya que resultaba imprescindible depurar las oficinas públicas en aras de la cartera propia, la indulgencia policial y -sobre todo- la conformación de un cuadro compuesto exclusivamente por funcionarios obcecados, caninos y sumisos.
Fue así como se reclutó a Carmen en las labores de patrullaje de oficina, en las que demostró un sagaz desempeño que le valió reconocimiento a ojos de la alta jerarquía a la cual servía con asaz sodomía. No obstante, esas fangosas loas eran simétricamente opuestas a la fama de alcahueta que se iba granjeando entre las tropas rasas, ya que comenzaban a ser considerarla como la Gestapo del edificio a causa de sus chabacanas virtudes orwellianas.
Más de un par de empleados fueron echados del trabajo con una patada en el culo por las encomiendas de falsa inteligencia que fabricaba el instituto patrulla a partir de conjeturas cutre ¡pero no importaba! la ahogada hacienda pública agradecía estas bocanadas de hediondo aire que, seguramente, en un bendito mediano plazo cumplirían la profecía política de “a menos burros, más olotes”.
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El trasfondo de los buches presupuestarios, lejos de poner a Carmen en el panteón de los héroes del Estado, le colgaba un ignominioso sambenito a su conciencia que le hacía sufrir internamente debido a que no podía ignorar que detrás de cada despido -y las respectivas sonrisas de los directores- había un trabajador en apuros económicos con años de servicio tirados a la basura a causa de la inhabilitación del servicio público.
En contraposición al sentimiento de culpa autoinfligida, encontraba prados de remanso momentáneo al negar para sí misma las acusaciones de topo de las cuales se sabía objeto en el radio pasillo, y aunque se hiciese ojo de hormiga, el cotilleo a la espalda no engaña: a medida que cosechaba méritos en la gracia superior, se acrecentaba una indisimulable aura de soledad a su alrededor.
Atemperaba esa neurótica atmosfera con soliloquios repletos de la disminuida convicción de quien echa mano de planes de futuro para contagiar de optimismo a un moribundo.
-No viene a cuento, si con eso me estoy ganando mi lugar en el cielo de los servidores públicos; pero no se preocupen, compañeros de poca monta ¡me voy a acordar de ustedes mientras continúe en el paraíso del erario! Jehová todo poderoso y las leyes del sacro libro del Levítico me libren de todo despido injustificado. Amén.
No obstante el empeño por agradar al señor, el destino manifiesto tiene fecha fatal.
-Carmen, preguntaron por ti de parte del licenciado Serrano, te espera mañana a las once en su oficina. Por favor, haz una excepción y sé puntual – la noticia la sacó intempestivamente del ensimismamiento, pues el silencio que siguió al aviso de Dalia, la recepcionista del departamento, estaba aderezado con la parsimonia que precede a las malas noticias.
Ramón Serrano era el encargado de conciliación laboral y penitente de dar respuesta a las solicitudes del Órgano Interno de Control, un grupo de buscones que, pese al escozor que le causaba a los funcionarios cretácicos, implementaban medidas que mejoraban sustancialmente el ambiente de trabajo para la prole.
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Luego del aviso de la llamada, la tarde de la burócrata transcurrió con lentitud y no pudo pegar el ojo durante la noche: sentía que había llegado la hora de los santos oleos para su malograda vocación profesional. Experta en la simulación, calmaba sus temores augurando la posibilidad de que la estuvieran promoviendo para un ascenso laboral o tal vez pretendían ofrecerle una beca para que por fin cursara su anhelada maestría por correspondencia.
Inclusive (¿y por qué no?) pudiera ser que le vieran potencial como candidata a diputada después de las incontables horas nalga que había cobrado a la sociedad contribuyente. La evidencia empírica ponía de manifiesto su lealtad y sometimiento invidente, con esos argumentos de fuste no había qué temer: dios proveerá, cavilaba dubitativa.
A la mañana siguiente acudió puntualmente a la cita, apenas ingresó al despacho, le hicieron pasar con el santo inquisidor gubernamental. No había tiempo que perder.
-¿Usted es la señorita Reyna? Pase y tome asiento – una vez dentro de la oficina, acortó la distancia entre el “usted” y el “tú” en un pispás.
-Mira, Carmen, hay una denuncia presentada ante el Órgano Interno de Control, se quejan de ti y está muy bien documentada. Te señalan de acoso, faltas graves al código de ética por fotografiar a tus compañeros sin su consentimiento y abandono parcial de las funciones laborales por merodear los corredores en busca de cachar infraganti al personal para calumniarlo y levantarle falso testimonio, como dicen los religiosos. Tú dices cómo le hacemos...
Se quedó petrificada al escuchar que leían la cartilla de sus fechorías, su gesto adusto delató las culpas que cargaba en la espalda encorvada precozmente, no tuvo más alternativa que agachar la cabeza y sumirse en el húmedo aroma de su deslavado suéter vintage. Lo supo, era tarde para arrepentirse y creer en el evangelio de las causas justas.
Haberse dedicado en cuerpo, alma y pensamiento para complacencia de las cabezas de la hidra estatal no sirvió de nada. El burocrático mundo en torno al cual giraba su vida se desmoronó de golpe y porrazo en el instante en que la pasaron por las armas del paredón de los hostigadores.
A la cazadora de Godínez, la devoró por la espalda el más eunuco león. Tardíamente entendió que el fin no justifica las mierdas.
-Bueno, licenciado, en cuanto al cómo le hacemos, quizá haya algo que le interese...