AMLO vs. Loret: de las fobias verbales a los castigos estatales
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De las diatribas a la persecución. Mal momento para celebrar, por el presidente López Obrador y su corte, la libertad (en buena hora) de Julián Assange. Y peor para reivindicar la libertad de expresión cuando la ejerce el fundador de Wikileaks, sólo porque el activista australiano, entre muchas revelaciones, filtró material crítico del gobierno de Felipe Calderón, uno de los blancos de ataque predilectos de AMLO. Y es que el festejo de Palacio ocurre mientras crece la preocupación por las libertades y los derechos informativos en México. ¿Lo último? La Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), un órgano técnico devenido de represión del Estado contra desafectos del régimen, “investiga” a un medio de comunicación, Latinus, a dos comunicadores, Carlos Loret y Víctor Trujillo (“Brozo”) y a la esposa del primero, en clara respuesta a indagaciones y publicaciones de material grabado y documental comprometedor para el gobierno de López Obrador y allegados. El discurso violento e injurioso: la diatriba y la “narrativa” de descalificaciones y calumnias desde el atril palaciego, dan paso al amago de los instrumentos de represión del Estado, activando fuerzas de control bien estudiadas en el campo de la comunicación pública.
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La represión empieza en la “narrativa”. Llegó la hora de las respuestas estatales: del castigo del Estado que sigue a una abrumadora “narrativa” presidencial contra el “adversario”. Esta se sustenta en los cuantiosos recursos de la comunicación presidencial. Y ningún presidente del pasado se había atrevido a usar su formidable púlpito, como llamó Theodore Roosevelt a la presidencia de su país, para personalizar el descrédito, incluso la demonización y finalmente la amenaza a críticos y opositores. López Obrador lo hizo. Y “normalizó” esa trasgresión con la impunidad del soberano que ejerce la potestad de reprender y humillar súbditos, como réprobos de la pretensión de vivir en un régimen de libertades.
Loret se ha rebelado en estas páginas contra esa degradación, quizás bajo la divisa de que “el que se agacha lo chingan doble”, del insigne periodista fundador de la revista Siempre, un tabasqueño elocuente y malhablado, don José Pagés Llergo. En cambio, el discurso de otro tabasqueño, AMLO, se ha dirigido a convertir las voces independientes en peligros sociales, causantes de los males del “pueblo” o ajenas a sus causas. Un discurso que rebaja a los oficiantes del periodismo crítico a la condición de seres desviados, para usar la terminología de Stanley Cohen, el autor del concepto de “pánico moral”. Seres desviados merecedores de castigos ejemplares para inhibir otras conductas “desviadas”, o sea, otras indagaciones y publicaciones de hallazgos incómodos para el régimen.
Devaluador devaluado. Pero la violencia verbal de la “narrativa”, tan celebrada por algunos analistas, de la cabeza del Estado, no sólo prepara y anuncia las respuestas represivas del Estado: es, en sí misma, represiva, intimidatoria, persecutoria del ejercicio de las libertades. Reducir la función clásica del periodismo: de vigilancia del poder, a la de portavoz de oligarcas y corruptos, ha buscado devaluar el papel del periodismo libre en las democracias. Pero al costo de devaluar también la imagen −nacional e internacional− del Presidente, a la de autócrata sospechoso de pretender ocultar lo que la prensa se propone ventilar.
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Cuidado. El Presidente llega al último trimestre de su periodo constitucional con la aparente decisión de traducir sus fobias verbales en castigos estatales, como lo muestra el caso Latinus y el programa legislativo impuesto a su sucesora contra sus Némesis: el Poder Judicial, el INE, el Inai y otras instituciones. Cuidado. En su último trimestre, López Portillo tradujo el discurso de los saqueadores en expropiación bancaria.
Profesor de Derecho de la Información en la UNAM