Ana Guevara y AMLO deberían sentir vergüenza
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López Obrador dice estar contento por el desempeño de nuestros deportistas en la Olimpiada de París. Ningún motivo tiene para sentir tal satisfacción. Quienes nos han representado en esas competencias no recibieron apoyo de la 4T, que al parecer tiene ya vacías sus arcas después de que el caudillo ha rasguñado hasta el último centavo para pagar el costo de sus obras megalómanas, tan dispendiosas como inútiles. Bien conocido es el caso de las jóvenes que se vieron obligadas a ofrecer en venta sus trajes de baño a fin de recabar los fondos necesarios para viajar a Francia. Un entrenador debió rifar su coche con el mismo objeto. Ni Ana Guevara ni AMLO deben apropiarse el mérito de quienes han ganado a pulso sus medallas gracias a su propio esfuerzo. La menguada cosecha de preseas no se ha conseguido con ayuda del Gobierno, sino a pesar de él. López puede estar contento, sí, por el hecho de que todo indica que seguirá ejerciendo en el próximo sexenio su omnímodo poder, pero no por los triunfos de los deportistas mexicanos en la Olimpiada parisina. A ese respecto más bien debería sentir vergüenza... No pertenezco al suspirante grupo de quienes piensan que todo tiempo pasado fue mejor. Después de largas observaciones, y tras estudios detenidos, he llegado a la sabia conclusión de que en lo básico todo tiempo pasado fue igual. Nada ha cambiado en la naturaleza del hombre y la mujer. Sus emociones y pasiones son las mismas de siempre, iguales sus apetitos y deseos. En cosas de superficie, sin embargo, hay diferencias. Un ejemplo. Otrora las parejas bailábamos en abrazo que prefiguraba el acto del amor. No en vano los predicadores miraban con malos ojos el baile, y algunas iglesias lo prohibían. El pastor Rocko Fages y la hermana Sister, organista de la congregación, estaban follando de pie, recargados en la pared. Sugirió el reverendo: “Acostémonos en el suelo, hermana. Si alguien nos ve va a pensar que estamos bailando”. Ahora la mujer y el hombre bailan cada uno por su lado, como zombis, sin mirarse. ¡Ah, no conocieron las delicias de bailar un danzón –“Nereidas”, el gran clásico-, sintiendo el cuerpo de tu pareja junto al tuyo! ¿Cómo olvidar los bailes de fin de año en la Sociedad “Manuel Acuña” de mi ciudad, Saltillo? Momentos antes de las 12 de la noche del día último se suspendía la música a cuyo compás estaban bailando las parejas y sonaba un rataplán. Se apagaban entonces las luces del salón, el cual quedaba en completa oscuridad durante un minuto que al mismo tiempo parecía efímero y eterno. Se oía luego otro toque para avisar que en unos instantes se volvería a encender la luz. Así se daba tiempo para que ellas se arreglaran el peinado y ellos se borraran con el pañuelo las huellas de bilé. En seguida, iluminada ya la sala, caían del techo globos, serpentinas y confeti. La orquesta tocaba Las Mañanitas para saludar al Año Nuevo y todos se abrazaban entre sí, aun sin conocerse, y se expresaban buenos deseos de felicidad. Todo eso es ya recuerdo solamente. Ahora bien: ¿a qué esa larga disertación terpsicoriana? Me sirve de prefación o introito para narrar la siguiente historia, muy posiblemente apócrifa. Un astronauta viajó a Marte. A su regreso le preguntó un amigo: “¿Cómo son las marcianas?”. Respondió el viajero: “Son muy parecidas a nuestras mujeres: la misma estatura, la misma cara, iguales miembros. En algo, sin embargo, se distinguen radicalmente de ellas: las marcianas tienen las pompas por delante, y las bubis las tienen en la espalda”. Acotó el amigo: “Se han de ver muy raras”. “Pues raras sí se ven –admitió el astronauta-. ¡Pero vieras qué a gusto se baila con ellas!”... FIN.