Ayotzinapa: verdades históricas y mentiras histéricas
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Condones en la sala. Condones en el comedor y la cocina. Condones en los estantes de la biblioteca. Condones en los peldaños de la escalera. El obispo de la diócesis visitó la casa del cura párroco del pueblo y se quedó estupefacto al ver que había paquetes de condones hasta en el piso. Entre severo y asombrado le preguntó a qué se debía eso. “Perdone Su Excelencia –explicó, humilde, el presbítero-. Tengo un tic que me hace guiñar continuamente el ojo izquierdo. Todos los días sufro de intensos dolores de cabeza. Voy a la farmacia y le pido al encargado: ‘Me da una caja de aspirinas’. Me ve guiñar el ojo y con un sonrisa picaresca me da una caja de condones”... (El vocablo “presbítero” me hizo recordar una anécdota del célebre –e ingenioso- torero Manuel García, llamado El Espartero. Lidiaba un toro de cierta ganadería propiedad de un sacerdote. El toro, poco bravo, se mostraba remolón. Le adelantó la muleta El Espartero y lo citó, terminante: “¡Embiste, presbítero!”)... Desde mi más lejana juventud, tan cercana, he sido un homo viator, un caminante, un peregrino. Ni siquiera los años, enemigos implacables, han detenido mis andanzas de palabrista itinerante. A todas las entidades que forman la República he llevado mis palabras, o ellas me han llevado a mí, y he perorado en todas las capitales de estado, con excepción de una: Chilpancingo. Ignoro por qué extrañas circunstancias nunca he sido invitado a ir ahí, siendo que he estado en todas las ciudades importantes y puertos de turismo de Guerrero. Poco probable, por no decir imposible, es que reciba ahora tal invitación. Esa ciudad es hoy por hoy centro de violencia de la cual huyen sus propios habitantes. El pueblo bueno y sabio, cantado con tanto lirismo –y tanta demagogia- por López Obrador, parece haber abandonado su bondad y su sabiduría y rompe puertas, quema patrullas, apedrea a policías y soldados y aumenta el número de mártires entre sus filas. Sonorosa palabra es “margayate”, que la docta casa, o sea la Academia de la Lengua, prefiere escrita con doble ele, le da categoría de mexicanismo, la define como “embrollo” y le asigna sinónimos tan exóticos y estrafalarios como “berrodo” o “furuminga”. Don Francisco J. Santamaría, eminente lexicógrafo, tilda de vulgarismo el término, y dice que margallate es “lío que se hace intervenir en un negocio y lo hace ininteligible e insoluble”. Esos dos calificativos, insoluble e ininteligible, son aplicables al caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa trágicamente desaparecidos. Verdades históricas y mentiras histéricas, si me es permitido el facilón juego de palabras, han enredado el asunto en tal manera que nadie sabe ya cómo desenredar esa madeja, cómo desatar ese nudo. Seguirá el via crucis de los padres y madres de los infortunados jóvenes; seguirán la demagogia y politiquería oficiales complicando más el tema, y seguirán los actos de violencia apostillando literalmente a sangre y fuego la cuestión. No; ahora no voy a Chilpancingo, aunque me inviten. Y perdónenme los guerrerenses. Yo también estoy hecho un margallate... Los papás de Pepito iban a salir de viaje, y le pidieron a una pareja de amigos que recibieran por tres o cuatro días en su casa al chiquillo y a sus dos hermanitos más pequeños. Pepito tenía 7 años: sus hermanos 5 y 6. La primera noche que estuvieron ahí escucharon ruidos extraños en la recámara de la pareja: respiraciones agitadas, jadeos, gritos contenidos. El niño de 5 años se asomó por la cerradura de la puerta y dijo: “Se están peleando”. Se asomó el de 6 años y manifestó: “No. Están haciendo el amor”. Se asomó Pepito y sentenció: “Y muy mal”... FIN.