Café Montaigne 287: Morir de amor
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A veces, al dormir, los sueños despiertan a las sombras afiladas del deseo. Los sueños son sólidos, contra lo pensado y conocido. Soñar es viajar. Y tal vez y en algunas ocasiones, uno amanece con las heridas de guerra en el cuerpo al caminar en un campo azufroso.
Lo anterior y no otra cosa, son los motivos y sentimientos los cuales me han motivado los poemas del marinero y poeta, Phillipe Lowell (Puerto de Essex, Inglaterra, 1965). Su poemario inédito, “Un Día en la Vida de Camilla”, ha animado buenas y atentas tertulias y letras. Comentarios escritos y orales me han llegado por decenas. Ya se los envié al navegante. Y hoy, debido a los tiempos veloces los cuales corren, he recibido la paquetería y ha contestado mediante una epístola trenzada con gotas salubres de mar.
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Voy. Transcribo a continuación parte de su epístola, la cual está en mis manos: “Maestro Cedillo, reciba primeramente mis saludos y parabienes. He leído con paciencia franciscana su columna, su ‘Café Montaigne 286’. Su atrevimiento me ha gustado. ¿Quién se cree usted para comentar y criticar mis bien medidos poemas? Ja. Usted es como el ave la cual vuela en la iglesia de mármol de la vida. Repito: su atrevimiento lo he visto con buenos ojos. Sus apostillas a mis textos me han deleitado. A secas. Punto.
“¿Voy a morir de amor, como mi admirado Paul Valéry? No lo sé. Por eso he puesto mar de por medio en mi relación con la bella Camilla. ¿Recuerda usted los grandes poemas escritos en francés por el poeta nacido en el Líbano, Georges Schehadé? Evoco y le adjunto dos versos de mi preferencia:
“¡Oh mi amor!
No hay nada de lo que amamos,
que no huya como la sombra”.
“El amor, maestro Cedillo, es efímero. Es humo, polvo, nada. Sombra, dijo Georges Schehadé. El amor mata, como bien se lo ha comentado a usted su contertulio, Gerardo Blanco Guerra. De todo estoy enterado, maestro Cedillo. Frase, aforismo afortunado de su amigo, el abogado. Pero, a ambos les falta algo básico: vivir más. Sigo los pasos de ambos, van bien.
“Voy a liquidar esta epístola: mis deberes en este buque carguero me reclaman. Hace un tiempo de perros, como graznidos de aves rapaces. La lluvia ácida no para y lastima cada poro del cuerpo. ¿Va a escampar un día? Pregúntele usted eso al cuervo redivivo de Edgar Allan Poe. Le envío cinco nuevos poemas, en la anterior epístola le envié ocho. Me ha gustado su selección para publicarlos. Usted y sus lectores reciban mis cordiales saludos, mientras el milagro del sol en el horizonte es una pálida alucinación... Desde algún lugar en el océano abierto, cruzando Sicilia, Italia, suyo...
Phillipe Lowell (rúbrica)”.
¿Lo nota, lo ha notado, señor lector? El poeta y marinero tuerto me trata con su condescendencia y altanería de siempre. Desde su púlpito poético, me lanza dardos envenenados. El poeta me tolera. Es mi amigo y lo veo una vez al año cuando viene a México. No siempre tiene buenas maneras y formas, pero es una inigualable manera de ver y formarse mundo. Phillipe Lowell no es del centro, vive en la periferia del mundo. Sí, casi exiliado de sí mismo.
ESQUINA-BAJAN
Rudo. Muy rudo. A Phillipe Lowell le gustan los licores fuertes, la carne cruda (carpaccio), la cerveza oscura y la literatura más alta. Lo voy a publicar para obligarlo a lo siguiente: le he pedido al viejo Phillipe Lowell una fotografía de su musa, la bella Camilla. ¿Italiana, española, mexicana avecindada en Inglaterra? Espero la respuesta del maestro y, al menos en lo personal, quiero ponerle rostro a sus letras. Aunque sus versos se cumplen rigurosamente y reflejan no un rostro, sino a Eva, el eterno femenino, musa a la cual estamos atados y cantamos todos.
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Al grano: lea usted el siguiente quinteto del maestro Lowell. No tiene título, sólo me manda sus poemas impresos en fino papel fabriano. Fojas italianas, pues. Por eso trato de adivinar la nacionalidad de Camilla. Lea usted:
“¿Hay algo más triste,
mayor y larga congoja que
la soledad del desierto?
Sí. Tal vez sí; la sombra,
la ausencia de la mujer amada”.
Ojo: no son gratuitas las referencias del funesto “amor” entre Paul Valéry (67 años) y Jeanne Loviton (35) por parte de Phillipe Lowell. Esa es una historia de amor la cual terminó trágicamente, usted lo sabe. El Nobel de las Letras, Paul Valéry, murió de amor. Literal. Ella, escritora y traductora, hormiga depredadora, lo engulló, lo chupó y se lo merendó. Una de las mejores mentes de la humanidad, uno de los varones más inteligentes vivos... murió por amor. Lea usted un fragmento de un largo poema de Lowell:
“¡Pobre señor Valéry!
Cargo en mi baúl varios de tus
libros señeros. Claro, “El cementerio marino”.
Rostro y letras de poeta...
Viejo maestro, señor Valéry
¿Por qué y para qué enamorarse
en el invierno de tu vida...”.
LETRAS MINÚSCULAS
Esta saga continuará... viene lo mejor.