Café Montaigne 301: A más calor, menos literatura y civilización
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Gracias por leerme, gracias por atender estas letras donde, teniendo como ángel tutelar a don Michel de Montaigne, nos acercamos a cualquier tipo de tema y tratamos de ensayarlo. Es decir, enrollamos y desenrollamos palabras e ideas como él lo hizo y lo dejó para la eternidad al inventar este género, el “ensayo”. La semana pasada llegamos a cifra cerrada: 300 entregas. No poca cosa. Gracias por sus felicitaciones, llamadas y comentarios.
La saga de textos donde hemos explorado a ciertos escritores y músicos, los cuales han compuesto su obra toda o una gran parte de ella bajo estados alterados (por su mente atrofiada; por drogas, alcohol, alucinógenos y otros), ha tenido una gran acogida por usted. Lo agradezco sobremanera. Cruzando precisamente palabras y mensajes con el académico y periodista Luis Carlos Plata (uno de los periodistas con los cuales se paladea hablar de política, sociología, academia, derecho; sí, pero también de escritores y autores tutelares de la humanidad. Es un asaz lector), donde ambos nos hemos quejado del infernal calor veraniego que no deja hueso sano, éste con una economía de palabras dignas de elogio, me reviró: “Pronto ya no habrá ni literatura ni civilización de seguir subiendo la temperatura, máster. Seremos como Piedras Negras, Monclova o Torreón”.
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Espero el maestro Plata me perdone la infidencia de editar aquí sus bien medidas palabras. Le creo. De seguir aumentando la temperatura (ya inaguantable para mí, en mi vejez) vamos a ser un paraje más de la carretera 57. Así de sencillo: un infierno. Lo siguiente es una prosa poética de altos vuelos de Marguerite Yourcenar, sí, aquella memorable escritora que dio luz a una novela corta y perfecta, “El Amante”.
Lo siguiente ella lo aplica a ese fuego abrasador, el cual nos lleva del cielo al infierno: la pasión amorosa o erótica. Pero si usted lo lee descontextualizado, es lo que me pasa al menos a mí todas las noches: dorarse en el túmulo nocturno. Arder en nuestra propia linfa por la temperatura ambiental, la cual no da tregua y sí deseca nuestros huesos y mente. Leamos a la gran Marguerite Yourcenar...
“Ardiendo con más fuegos... Animal cansado, un látigo me azota con fuerza las espaldas. He hallado el verdadero sentido de las metáforas de los poetas. Me despierto cada noche envuelta en el incendio de mi propia sangre”. ¡Ah con esta prosa, tan divina como perfecta! El poeta norteamericano W.S. Merwin, en un texto corto, casi un haikú, escribe:
“Bajo el calor del día
tu sombra vuelve a
echarse sobre la piedra”.
Sin duda: sombras con la lengua de fuera somos los humanos en este calor opresivo del desierto.
Son los poetas, y no los psicólogos y politólogos, los que traen la verdad en su palabra. El calor junto al viento aviva las pasiones (las malas pasiones), causa locura, incita al suicidio y a la violencia. El calor es factor de aumento en los asesinatos con saña extrema. Crímenes atroces se les está denominando en México. “El aire se serena y viste de hermosura...”, dicen las coplas de un hermano cercano a Dios, fray Luis de León. Habría necesidad de repetir las súplicas, las cármenes y su apacible delirio, con tal de no sucumbir ante el Dios del viento y del calor: su poder y efecto vandálico.
ESQUINA-BAJAN
De la aflicción al llanto hay sólo un paso. No el silbato del tren, no el llanto del niño hambriento, no las lágrimas del torturador –si acaso alguna vez las derrama–, no; nada más terrorífico y letal el escuchar el aullido del viento cuando este llega también preñado de espanto con calor agobiante. Hay unos viejos versos de Anita Pittoni: “Márchate, que tú también volverás”. Sí, el viento como el calor funesto, siempre regresa. Y hoy se les llama olas o domos de calor.
El viento, leo en un viejo libro de climas del mundo, tiene muchos nombres, pero es el mismo. Su nombre se esconde en la recua de su vigor y galanura eterna. Los árabes, acostumbrados a andar embozados en las tierras sofocantes del desierto medio, le nombran “Siroco”. Le temen. Dicen de su origen: proviene de tierras cubiertas por agua, habitadas por una raza de hombres negros.
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El viento tiene otro nombre. Su nombre da terror y es necesario santiguarse para no caer en su embrujo mortal. Es el llamado “viento de la locura”, el “Foehn”. Los especialistas hablan de su efecto devastador en el humano cuando logra acariciar su rostro: insomnio crónico, depresión, cefaleas y, finalmente, la aparición de una actitud agresiva y violenta, llegando a cometer crímenes brutales. O de plano, el suicidio como salvación. El calor aquí en Saltillo ya es aquel que se conoce como “amansa locos”. Por eso Luis Carlos Plata tiene razón: con este viento preñado de calor, nadie puede pensar ni menos escribir algún buen verso o soneto de deliciosa estirpe. Mejor como los sureños, empinar la caguama eternamente, sin prisa ni pausa, y poner la bocina a todo volumen.
LETRAS MINÚSCULAS
“En el fin del mundo.../ (van) hombres indiferentes a comer naranjas/ que arden como el sol”. Sí, versos de Jorge Luis Borges. Siempre Borges.