Plan y caos: el orden posible de las ciudades latinoamericanas

Opinión
/ 15 agosto 2025

Lo que tenemos en la mayoría de nuestras ciudades latinoamericanas es una mezcla desigual, y muchas veces injusta. Porque más allá del modelo urbanístico, hay una lógica persistente que ordena, esa sí con brutal eficacia: la de la desigualdad

Toda ciudad es una apuesta. Un intento por organizar el espacio para la vida en común. Hay quienes creen que, para lograrlo, se necesita un plan maestro que lo piense todo desde el origen: las vías, los barrios, los servicios, las zonas verdes, la movilidad, la armonía visual. Y hay quienes, en cambio, confían en que el tiempo, la cultura y el ingenio colectivo sabrán encontrar su propio camino, sin necesidad de imponer un orden desde arriba. En América Latina, convivimos con ambos modelos; de hecho, cada ciudad puede ser leída como un ejemplo de esa coexistencia, aunque algunas hayan comenzado con mayor énfasis en la lógica de la planificación. Tomemos como caso a Brasilia.

La capital brasileña es una ciudad que nació del trazo, no del azar. Su diseño expresa una voluntad moderna y de clara inspiración racional: distribuir armónicamente las funciones urbanas, evitar el hacinamiento, prever la expansión futura. Todo tiene un lugar: la zona hotelera, la zona bancaria, la comercial, la residencial. Desde el aire, la ciudad tiene forma de avión. Desde el suelo, se respira amplitud y monumentalidad. La planificación, en apariencia, ha logrado allí eficiencia, orden y bienestar.

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Y, sin embargo, basta caminar sus camellones para notar que las personas han trazado rutas que no estaban en el plano. Senderos espontáneos sustituyen al pasto, ignorando el clásico letrero de “no pisar”. ¿Por qué? Porque la distancia entre los pasos peatonales, a juicio de quienes los caminan, resulta absurda, y dar la vuelta completa es simplemente poco práctico. Es decir: la gente rehace, con los pies, lo que el trazo no supo anticipar. Como si la ciudad perfecta tuviera que ser corregida por una racionalidad cotidiana que no encaja del todo con la del planificador.

En el extremo opuesto podríamos ubicar a Asunción. Una ciudad que, más que planificada, parece haber crecido al ritmo de sus urgencias. Calles que se doblan sin previo aviso, barrios que se expanden sin conectividad clara, zonas que conviven con cierto desorden funcional. Me recuerda a esas casas antiguas, de personas con recursos limitados, que fueron añadiendo cuartos en la medida en que se hicieron necesarios. Sin embargo, en ese aparente caos, se respira vida. Hay improvisación, sí, pero también flexibilidad. La ciudad se adapta, muta, se reconfigura –como ocurre con aquellas casas antiguas ya mencionadas– con las necesidades del momento. Y aunque el tránsito puede ser infernal y la infraestructura deficiente, uno encuentra en sus rincones una vitalidad que difícilmente se dibuja desde un escritorio.

Ambos modelos tienen sentido dentro de sus propias lógicas. La planificación responde a la necesidad de prever, de distribuir, de anticiparse al conflicto. La espontaneidad responde a la urgencia, a la creatividad para habitar lo posible, a la resiliencia de quienes no pueden esperar a que alguien decida por ellos. Pero en el devenir cotidiano, ninguna ciudad puede funcionar completamente bajo uno solo de estos esquemas. Ni siquiera la superplanificada Brasilia escapa a la arbitrariedad que subyace al carácter impredecible de lo humano.

$!Brasilia, Brasil.

Lo que tenemos en la mayoría de nuestras ciudades latinoamericanas es una mezcla desigual, y muchas veces injusta. Porque más allá del modelo urbanístico, hay una lógica persistente que ordena —esa sí con brutal eficacia—: la de la desigualdad. Los barrios mejor trazados, con acceso a servicios y movilidad digna, suelen estar reservados para quienes pueden pagarlos. Mientras tanto, los que no pueden eligen o, más bien, son empujados a vivir donde se pueda. La ciudad espontánea, en esos casos, no es una celebración del caos creativo, sino una forma de resignación.

Por eso la pregunta no es si es mejor una ciudad planificada o una espontánea. La verdadera pregunta es: ¿para quién está pensada la ciudad? ¿Quién puede habitarla con dignidad, y quién debe sobrevivirla a pesar de sus límites? Lo único que sé es que no encontraremos respuestas para aquellas preguntas que nunca llegamos a formular. Más que ciudades sin respuestas, las latinoamericanas son ciudades donde escasea el preguntar, ante el encantamiento que aún nos producen las ciudades de eso que, tan pobremente, distinguimos como “primer mundo”.

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