Castigan inflación y carestía la economía en México, sobre todo el de las clases populares
Los clientes habituales de “El columpio del amor”, casa de mala nota, se sorprendieron al ver entrar a uno de los asiduos concurrentes. Y es que el tipo iba vestido de boy scout. Antes de que alguno pudiera preguntarle por qué llevaba tal atuendo, el individuo se adelantó a explicar: “Vieran ustedes las mentiras que tengo que contarle a mi mujer para poder salir por las noches”... “Venusita sacó la belleza de su padre”. “Querrás decir de su madre”. “No. De su padre. Es cirujano plástico”... El empleado de Harrods le dijo a lord Feebledick: “Esta bufanda, milord, es de lana virgen”. Repuso él: “No me interesan las costumbres sexuales de las ovejas”... “En la ciudad de Durango cuatro reales vale un chango”. En tiempos muy pasados –todos los tiempos son muy pasados, incluso éste que acaba de pasar– se usó esa expresión para hablar de lo caro que estaban las cosas. El mes de junio el precio de artículos de consumo tan frecuentes como la naranja, el aguacate y los plátanos aumentó en forma significativa. No sé nada de economía y finanzas, pero entiendo que la carestía y la inflación afectan sobre todo a las clases populares. (Para AMLO todas las demás clases son muy impopulares). En el alza de precios de algunos de esos artículos influye el acoso que los productores sufren por parte del crimen organizado, al que deben pagar una cuota a fin de poder trabajar. Ése es un impuesto adicional que al final del día –frase inédita– terminan pagando los consumidores. Desde luego siempre ha habido carestía. Hace muchos ayeres, Gabilondo Soler, el entrañable Cri Cri, decía que la patita, de canasta y con rebozo de bolita, se ha enojado por lo caro que está todo en el mercado. Hubo un tiempo en que el huevo –“blanquillos” o “producto de gallina”, decían púdicamente mis tías solteras para no decir “huevos”– se encareció en tal manera que un huevo casi costaba otro, si me es permitido ese plebeo modo de decir. En otra ocasión el precio de la cebolla subió en forma estratosférica. La carne asada es costumbre semanal en muchas ciudades norteñas. Quehacer esencialmente masculino, es uno de los pocos reductos varoniles que sobreviven después del empoderamiento –justo y debido por demás– de la mujer. Asar carne y decir misa son ya los únicos rituales que nos quedan a los hombres. Pues bien: cuando la cebolla se encareció, un tipo le propuso a su amigo: “Hagamos una carne asada el sábado para los cuates. Tú y yo nos dividiremos los gastos por partes iguales. Yo pondré la carne, el carbón, las botanas, las cheves, el tequila, los refrescos, el hielo, las aguas minerales, las salsas, el guacamole, las tortillas, el queso, el salchichón, las papas, los frijoles charros y los postres. Tú lleva una cebolla”. La carestía y la inflación, que supongo son las dos caras de una misma moneda, castigan severamente la economía de todos por igual, pero especialmente de los más necesitados. Seguramente López Obrador tiene otros datos, pero los hechos son muy tercos, y muestran que el enojo de la patita sigue teniendo justificación... El paterfamilias, arruinado por las deudas de juego, obligó a su hija a casarse con el viejo ricacho. La noche de las bodas le dijo ella: “Poseerá usted mi cuerpo, pero no mi corazón”. “Despreocúpate, linda –replicó el villano–. El corazón para nada lo voy a necesitar”... La mujer antropófaga le comentó a su amiga: “Mi marido es borracho, desobligado y mujeriego. No sé qué hacer con él”. Propuso la amiga: “Si quieres te presto mi recetario de cocina”... Declaró con orgullo el señor: “Mi hija es ambidextra. Escribe con las dos manos”. Exclamó el novio de la muchacha; “¡Ah! ¡También eso!”... FIN.
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