El domingo 19 de mayo deja en claro lo que está en juego en la elección que ocurrirá en dos semanas. El tercer debate fue un colofón perfecto para ilustrar proyectos distintos de gobierno y dos actitudes y personalidades muy diferentes. Después de los tres debates, pero sobre todo después del que ocurrió ayer, ningún votante puede decir que ejercer su derecho al voto le es indiferente ni podrá argumentar que lo que ofrecen Gálvez y Sheinbaum es lo mismo. Los proyectos de estas dos mujeres claramente opuestas implican rumbos divergentes para México. Dependerá del votante decidir cuál escoge.
Pero hay otro factor en juego. En las últimas semanas rumbo a la elección, el presidente López Obrador ha sellado su legado en el terreno que a él siempre le ha importado más: el poder.
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Aunque antes del sexenio actual ya estaba claro, estos cinco años de lopezobradorismo han establecido que al Presidente le interesa más el poder que encontrar ideas para gobernar. Desde el principio de su vida política, López Obrador se ha asumido como un perseguido perpetuo. En su mitología, los poderes han operado de manera incesante en su contra, comenzando por los presidentes en turno. Se quejó en el 2000 de Fox. Se quejó en el 2006 de Calderón, a quien nunca reconoció como presidente legítimo del país. Se quejó de Enrique Peña Nieto, al menos hasta que Peña Nieto dobló las manos y prefirió pactar antes que poner en riesgo su propio destino y el de su círculo cercano. En la mitología lopezobradorista, toda la maquinaria del poder en México conspiraba para boicotearlo. Hasta el día de hoy supone que su victoria en el 2018 se debió no a la voluntad democrática sino a que, misteriosamente, los poderes lo “dejaron pasar”. Él y solo él es la eterna víctima de una conspiración universal.
Por eso es que resulta tan patológica y reveladora la reciente vuelta de tuerca de la disposición autoritaria del Presidente. Enfrentado con su propia sucesión, López Obrador incurrió en los mismos vicios de los que se quejó amargamente por años. No sólo eso. Llevó esos vicios hasta la ilegalidad, entrometiéndose una y otra y otra vez en el proceso electoral, metiendo las manos en cuanto quiso, inclinando la cancha, favoreciendo a su candidata y acosando a la candidata de la oposición, descalificando vulgarmente a los ciudadanos que se le oponen y a los periodistas que lo examinan. Sus opositores no son voces legítimas de la democracia sino traidores a los que hay que aplastar.
López Obrador se convirtió en lo que siempre denunció: desde la oposición, se dijo perseguido por el poder; con todo el poder, persiguió a la oposición. ¿Hay una definición más precisa de la vileza?
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La escena en el Zócalo de la capital mexicana y en todo el país no deja lugar a dudas. Hay una confrontación entre la democracia mexicana, esa que en el último cuarto de siglo ha permitido la alternancia entre tres proyectos distintos de gobierno, y la voluntad autoritaria de un hombre que, cuando tuvo la oportunidad de mostrar altura democrática, optó por la mezquindad.
Las boletas ya esperan.