Contra ira, paciencia

Opinión
/ 29 abril 2025

De dos cosas no puede prescindir el viajero moderno: de tarjetas de crédito y de paciencia. Y todavía de las tarjetas de crédito puede prescindir, pero de la paciencia no

El arte de viajar es arte de paciencia. Antes de que mi Iglesia –la católica– se hiciera un poquito protestante, el santo patrono de los viajeros era el gigante San Cristóbal. Lo defenestraron los historiadores del Vaticano: declararon –después de 15 siglos– que San Cristóbal no existió jamás. Tampoco existieron San Jorge ni Santa Bárbara Doncella. (¡Qué bárbara! ¡Doncella!).

Yo digo que el patrono de los viajeros debería ser el Santo Job. Tengo una pequeña imagen de él. Aparece sentado sobre un estercolero, con expresión de infinita mansedumbre. O de veras era muy santo o andaba acatarrado, pues tiene expresión de no estar oliendo nada, a pesar del lugar en el que está. Su gesto es beatífico, de bienaventurado.

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A cada pecado capital el P. Ripalda (la P. es de Padre) le encontró un antídoto: contra lujuria, castidad; contra pereza, diligencia; contra envidia, magnanimidad; contra avaricia, largueza; contra gula, templanza; contra soberbia, humildad... Y contra ira, paciencia. La paciencia es la virtud más difícil de ejercitar, si se exceptúa la castidad. De la cintura para arriba, ya se sabe, todos somos santos. Y la ira, lo mismo que la lujuria, es pecado visceral.

De dos cosas no puede prescindir el viajero moderno: de tarjetas de crédito y de paciencia. Y todavía de las tarjetas de crédito puede prescindir, pero de la paciencia no. Si le falta paciencia está perdido, y más le valdría no salir nunca de casa. Claro que en casa también se necesita tener mucha paciencia, pero no tanta como cuando anda uno en el camino. Ahí la paciencia es artículo de primerísima necesidad.

Cuando viajo en mi calidad de juglar conferencista sucede en ocasiones que los vuelos se retrasan, o de plano se cancelan. En cualquier aeropuerto del mundo pasan esas cosas: un vuelo se demora o se suspende. Algunos pasajeros maldicen; otros les reclaman a gritos a los empleados de la línea, que ninguna culpa tienen del retraso o la cancelación; unos más se dan a todos los diablos, y hablan en voz alta de negocios frustrados, de compromisos perdidos... Yo, cruzándome de brazos, me digo que no pasa nada. Otros vientos he visto, y otras tempestades. En casos semejantes no caigo nunca en desesperación. Me hago este pensamiento: ni modo que me vaya a quedar en este aeropuerto para siempre. Espero, espero solamente; sigo las instrucciones que da el personal de la aerolínea, y termino siempre por llegar a mi conferencia o a mi casa.

Doy infinitas gracias al Santo Job por inspirarme –sin yo merecerlo– su paciencia. Y gracias infinitas doy también a San Cristóbal, que está todavía en mi almanaque. No sé si eso me ponga al margen de la Iglesia, como un hereje o heterodoxo, pero yo me sigo encomendando al buen gigante. Quizás él no se ha dado cuenta todavía de que ya no es santo –los gigantes suelen ser siempre un poco lentos–, pero el caso es que siempre va conmigo en mis andares. Por él le doy gracias a Dios. (A la Iglesia no).

Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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