Uno de los problemas endémicos del servicio público en México ha sido, históricamente, la corrupción. Lo anterior, pese a que políticos de todos los signos ideológicos y gobiernos de todos los orígenes partidistas han ofrecido combatirlo sin contemplaciones.
No hay un solo partido; no existe un solo político que reivindique la corrupción como una forma de conducta deseable. Todos la condenan sin fisuras... aunque sólo en abstracto, pues cuando llega la hora de combatirla de verdad nadie actúa en consecuencia.
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Tal realidad revela un fenómeno al que sigue sin otorgársele mucha atención, pero que constituye la raíz del problema: la corrupción goza de cabal salud en México, pese a los reiterados ofrecimientos de combatirla, porque la impunidad es el más poderoso de los incentivos para seguir practicándola.
El reporte que publicamos en esta edición, de acuerdo con el cual solamente una persona se encuentra actualmente en prisión en Coahuila, producto del inicio de un proceso judicial en su contra, como presunta responsable de actos de corrupción, es una muestra contundente del acierto contenido en la afirmación anterior.
El dato cobra aún mayor relevancia cuando se le compara con el número de denuncias que han sido presentadas ante la Fiscalía Especializada en Delitos por Hechos de Corrupción, entre 2017 −año de su creación− y el mes de octubre de 2023: al menos 700.
Para decirlo con absoluta claridad: a pesar de acumularse en nuestra entidad 700 denuncias por presuntos delitos relacionados con actos de corrupción, en seis años la instancia responsable de investigar y perseguir tales conductas solamente ha logrado poner tras las rejas a una persona.
Ciertamente la eficiencia de dicha Fiscalía no se mide únicamente con el número de personas que logra poner en prisión a partir de las carpetas de investigación que abre y judicializa. Pero es que ni éste, ni cualquier otro indicador que se vigile, muestra ningún comportamiento que pueda resultar mínimamente esperanzador.
Y ni siquiera hace falta acudir a los indicadores gubernamentales para tener claro lo anterior. Hoy, igual que en cualquier otra época del país, el ciudadano de a pie atestigua cotidianamente cómo a sus representantes populares y servidores públicos les afectan repentinos “ataques de prosperidad” apenas ingresar al espacio gubernamental.
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Mansiones, autos de alta gama, viajes a todo lujo, costosos guardarropas y un largo etcétera conforman el catálogo de conductas que todos los días podemos observar entre quienes, por un lado, nos prometen combatir la corrupción y, por el otro, se entregan alegremente a dicha práctica.
La gran pregunta es dónde se ubica el punto débil de dicho círculo vicioso y cuáles son las acciones necesarias para romperlo. Porque al menos por ahora, con las evidencias a la vista, lo único que puede afirmarse es que la batalla contra la corrupción es una: que vamos perdiendo... porque ni siquiera la estamos librando.