Cosas privadas que en la privada pasan

Opinión
/ 19 abril 2024

¿Cuándo empezó a haber privadas en Saltillo? Antes ni siquiera se usaba esa palabra. La explicación es muy sencilla: la palabra “privadas” no se usaba porque entonces no había privadas. Si una cosa no existe -ni siquiera en la imaginación- no tiene caso molestarse en buscar una palabra para designarla.

En España no se usa ese vocablo en el sentido en que en México se emplea. Para nosotros una privada es un conjunto de casas, dispuestas generalmente en fila, una junto a otra, en un espacio relativamente cerrado. Me da pena poner aquí la definición que la Academia Española da del término “privada”. Leámosla: “... 6. f. Retrete. 7. Plasta grande de suciedad o excremento echada en el suelo o en la calle (sic)...”.

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Una de las principales características de las privadas es que carecen de privacidad. En ellas suele suceder que un marido le pida a su mujer el cumplimiento del débito conyugal, y de seis casas le respondan: “Hoy no, querido. Me duele la cabeza”. En cierta privada vivía un agente viajero que estaba en su casa únicamente los fines de semana. Las noches del sábado y domingo le hacía el amor a su mujer con tal vehemencia que el respaldo de la cama golpeaba con rítmica fuerza en la pared. Un lunes, cuando el hombre salía a uno de sus viajes, la vecina de la casa de al lado lo detuvo, y se quejó: “A ver si ya le paran a ese molesto golpeteo en la pared. Una vez o dos por semana está muy bien, pero ¿todos los días?”.

Una de las primeras privadas que recuerdo es una que se construyó por la calle de Juárez, entre Bravo y General Cepeda, acera sur. Fue toda una novedad; se le veía como algo muy elegante, evidencia de elevado estatus económico y social. Cuando la tía Adela, mujer de buen sentido, dijo hablando de esa privada: “Es una vecindad para ricos”, todos consideraron de mal gusto su opinión.

Pero estas digresiones de carácter arquitectónico-urbanístico no son el tema de mi columna de hoy. Lo que quiero narrar es algo que sucedió en esa privada. Un día los vecinos se alarmaron cuando escucharon voces destempladas que salían de una de las casas. Un señor que acababa de llegar a su domicilio empezó a gritar hecho una furia:

-¡Puta! ¡Grandísima puta! ¡Y en la casa! ¿Qué no te da vergüenza? ¡Y además con uno de la calle!

Los vecinos salieron de sus casas y formaron corro para comentar, unos con preocupación, los más con curiosidad morbosa, aquello que estaba sucediendo, las voces que escuchaban. ¿De modo que la vecina era una adúltera?, ¿quién sería ese hombre de la calle con el cual la mala pécora le ponía el cuerno a su marido? El señor de la casa seguía dando gritos indignados:

-¡Desgraciada! ¡Te me sales ahora mismo! ¡Ve a hacer tus cochinadas allá afuera!

Ante la mirada expectante de los vecinos se abrió la puerta y apareció el furioso señor. Iba arrastrando por el collar a una gemebunda perrilla pequinesa que llevaba pegado por la parte posterior a un can callejero que quién sabe cómo se las había arreglado para entrar en la casa y dar muy buena cuenta de la perrita.

Lo dicho: en las privadas no hay privacidad.

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