Crimen organizado, la nueva autoridad ante un gobierno desorganizado
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Con el Jesús en la boca y con el alma en un hilo. Así iba aquel señor junto al desaprensivo mozalbete que conducía el coche. Shotgun –algo así como escopeta– llaman los norteamericanos al asiento de al lado del chofer, pues se le considera el sitio más peligroso del vehículo en caso de choque o volcadura. ¿Por qué el desasosiego del señor? Porque el boquirrubio se pasaba todos los semáforos en rojo, y además a alta velocidad. Le hizo notar el peligro de manejar así. Replicó el tipejo, cachazudo: “Mi hermano se pasa siempre los semáforos en rojo, y nunca ha tenido un accidente”. Y siguió manejando a toda prisa y haciendo caso omiso de los semáforos que marcaban alto. En eso llegaron a un semáforo que estaba en verde. El jovenzuelo metió el freno a fondo. “¿Por qué ahora te detienes?” –le preguntó, asombrado, el señor–. El semáforo está en verde”. “Pero del otro lado está en rojo –contestó el muchacho–, y puede venir mi hermano”... Los semáforos nos brindan una útil lección de política en el mejor sentido de la palabra, el que se relaciona con el vocablo griego polis, que significa ciudad. ¿Por qué avanzo, tranquilo, en mi vehículo cuando el semáforo se pone en verde, sin siquiera ver a los lados, mínima precaución? Porque confío en que tú te has detenido cuando el semáforo se puso en rojo para ti. Del mismo modo tú avanzas cuando el semáforo te indica que puedes hacerlo, porque en la misma forma confías en que yo me he detenido en la luz roja para que pases tú. A grandes rasgos eso equivale a lo que Rousseau llamaba “el contrato social”. Yo soy humano, y libre. ¿Cómo es posible que la luz de un aparato haga que me detenga, por más que lleve prisa y me impaciente? Lo hago para que tú te detengas, en igual sacrificio de tu libertad, para que pueda luego yo pasar sin riesgo. En uso de mi libertad natural puedo robar o matar, pero en sociedad renuncio a esa libertad en tu beneficio para que tú renuncies a tu libertad en beneficio mío. No te robo ni te mato para que no me robes ni me mates tú. Hay quienes, sin embargo, violan ese convenio tácito consagrado por la ley. Son los delincuentes. Toca entonces al Estado reprimirlos; apartarlos del grupo social y aplicarles un castigo por haber transgredido ese pacto que hace posible la convivencia entre los hombres. Cuando el Estado no cumple esa función se instaura un ambiente de anarquía que daña gravemente a la comunidad y la lleva a defenderse ella misma y a castigar quienes la han lastimado. Así se explica lo ocurrido en Texcaltitlán. Ante la culpable omisión de las autoridades, el pueblo, harto de ser expoliado por un grupo de criminales, se levantó contra ellos y los asesinó. Desde luego a eso no se le puede llamar justicia, pero esa violencia comunal es resultado de la ausencia de quienes hoy por hoy tienen por tarea proteger a las personas y en vez de eso se dedican, flamantes propietarios, nuevos empresarios, a administrar sus bienes, concesiones y demás prebendas. ¿Primero los pobres? Es cierto: han sido los primeros en sufrir las consecuencias de la aberrante postura de López Obrador frente a la delincuencia, cuya fuerza y movilidad sobrepasa en muchas regiones a las policías locales, a la Guardia Nacional −sea eso lo que sea−, al Ejército y la Marina, y que se ha enseñoreado ya de vastas porciones del territorio de varias entidades del país, en las cuales hace y deshace a su antojo, como si los delincuentes fueran la autoridad y los ciudadanos sus tributarios. En presencia del crimen organizado, el Gobierno desorganizado ha dejado sólo al pueblo. ¿Extrañará entonces que el pueblo se defienda ante la acción de los malos y la inacción de los peores?... FIN.
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