El peligro de los regalos artísticos

Opinión
/ 11 diciembre 2023

Un oftalmólogo operó a cierto pintor famoso, y con su intervención le salvó la vista. El pintor, agradecido, le hizo un cuadro de gran tamaño que mostraba un ojo con todos sus detalles: el globo ocular, la córnea, la retina, el cristalino, la pupila, con las pestañas y todo lo demás. El médico hizo poner el cuadro en la recepción de su consultorio. Un día lo visitó un amigo. El oftalmólogo le muestra con orgullo el cuadro y le pregunta: “¿Qué te parece?”. Responde el amigo: “Qué bueno que no eres ginecólogo”... Timeo danaos et dona ferentes. Temo a los dánaos incluso cuando traen regalos. Esas palabras vienen en “La Eneida”, obra de Virgilio, admirado colega. Las dijo Laocoonte cuando exhortó a los troyanos a no meter en su ciudad el caballo dentro del cual se ocultaban los guerreros que al fin causaron la destrucción de Troya. Regalos hay, en efecto, peligrosos, y que por eso deben usarse con cautela. Pippo Lanarts, crítico de arte, cita un caso. Dice que algunos escultores han dado en la flor de regalar obras suyas a las ciudades que tienen afluencia de turistas. El regalo, aunque digno de ser agradecido, no es desinteresado: los artistas buscan que su pieza sea colocada en sitios a donde llega mucha gente, que así verá su nombre y su trabajo. Nada de malo tendría eso, añade Pippo, si no es porque esas obras, de estilo contemporáneo todas, no van con la arquitectura o traza de los edificios, plazas o calles donde son colocadas, y terminan por ser motivo de extrañeza para unos, de molestia para otros, y aun de chunga o chacota para algunos. En las ciudades de Guanajuato y Querétaro ha visto Pippo Lanarts ejemplos que ilustran su aserción. Esto en manera alguna demerita el prestigio del escultor, ni la calidad de su obra. Los regalos se pueden aceptar, pero deben buscarse sitios adecuados para colocarlos, de modo que no choquen a la vista ni atenten contra un paisaje urbano que se ha de respetar. Consúltese en todo caso a los expertos del INAH, a los artistas e historiadores locales y a la gente de la comunidad que ama el patrimonio cultural de su ciudad y conoce su tradición. Pero nadie se monte en la obra ajena para exhibir la propia, y menos si es obra de siglos... Don Autumnio, maduro caballero, invitó a pasear en su automóvil a la señorita Himenia Camafría, célibe soltera. La llevó a un romántico paraje y ahí detuvo el coche. “Señorita Himenia −le dice−. Sé que es usted tímida, y no le pido que hable. Pero exprese su pensamiento con una sonrisa. Si la sonrisa es pequeña, entenderé que puedo tomarle la mano. Si la sonrisa es grande, entenderé que puedo besarla. ¿Está bien?”. La señorita Himenia respondió con una sonora carcajada... El filósofo estaba con sus discípulos cuando de pronto apareció ante ellos el Espíritu del Universo. Se dirige al filósofo y le dice: “Has sido un gran maestro; tu vida ha estado dedicada al bien. Te concedo un deseo: puedes escoger entre la sabiduría o la riqueza. ¿Qué escoges?”. “La sabiduría” −respondió el filósofo sin vacilar−. El Espíritu del Universo le puso la mano sobre la cabeza, y el filósofo se encontró convertido en el hombre más sabio de la tierra. Cuando el Espíritu se retiró los discípulos le piden con ansiedad al filósofo: “¡Maestro! Ahora que eres el hombre más sabio del mundo, dinos: ¿qué es lo que sabes?”. “Que debí haber escogido la riqueza” −contesta mohíno el filósofo... El capellán de la prisión le dice al condenado a muerte: “Tu ejecución está programada para las 6 de la mañana, pero te conseguí 15 minutos de clemencia”. “No es mucho −responde el reo−. Pero en fin, que pase Clemencia”... FIN.

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