Cuadros redondos

Opinión
/ 7 diciembre 2025

También tengo tristezas, he padecido angustias y no soy ciego a los sufrimientos de mi prójimo. Pero sucede que tengo 13 nietos, y eso es como tener 13 Navidades

Procuro vivir intensamente, para después recordar intensamente. Decía mi tía Conchita, única hermana de mi padre: “Al final nomás los recuerdos quedan”. Y digo yo que los recuerdos son patrimonio de quien ha vivido. No tienen recuerdos del corazón aquéllos que han pasado por la vida estólidos, resecos, sin haber amado. Escribió López Velarde: “Desdichado el que en la hora lunar / en su lecho no huele azahar”. En cambio, aquél con quien la vida ha sido generosa le escribe cartas de amor continuamente y le dice: “¿Te acuerdas, madre vida?”.

Yo, como el letrero de pulquería que recogió Elena Garro, tengo recuerdos hasta del porvenir. Del presente también tengo recuerdos. Por ejemplo, me acuerdo de que estoy escribiendo ahora acerca del recuerdo. Pero de lo que tengo más recuerdos es del pasado. Eso es más fácil: tratándose de pretéritos hasta el imperfecto nos da recordaciones. “Ningún mayor dolor –postuló Dante– que acordarse del tiempo feliz en la desgracia”. Quién sabe. Lo digo con el mayor respeto para el autor de esa humana tragedia que es la “Divina Comedia”. Cosa más triste debe ser hallarse en la desgracia y encima no tener un recuerdo feliz para evocarlo.

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A algunos la Navidad les da tristeza. Y los entiendo: quizá perdieron a aquel ser amado con quien gozaron las fiestas; o los días navideños les reviven memorias pesarosas de una niñez amarga; o piensan en el dolor del mundo, junto al cual no se pueden cohonestar las alegrías de la temporada. No me hago fuera de la razón: también tengo tristezas, he padecido angustias y no soy ciego a los sufrimientos de mi prójimo. Pero sucede que tengo 13 nietos, y eso es como tener 13 Navidades. Con una quizá podría yo estar triste, pero ¿cómo estarlo, dígame usted, con 13?

–¿Está contento entonces, licenciado?

–Mucho. Y si no me lo cree míreme. Estoy sentado en mi sillón leyendo una vez más las aventuras de ese Quijote inglés llamado Pickwick, inventado por otro inglés quijote, Dickens. Estoy bebiendo a tragos lentos un humeante ponche al que le puse añadidura de ron. Me llega de la cocina aroma de tamalitos calentándose... No es mucho lujo eso: un libro viejo; una taza de ponche; un riquísimo manjar de pobres... Y sin embargo ¡cuánto lujo!

Ahora cierro los ojos un momento y me veo otra vez ante el aparador de la Ferretería Sieber. Son los primeros días de diciembre, y en sus aparadores han puesto un cuadro plástico antes de que las niñas del Colegio Saltillense salgan de vacaciones.

–Perdone, licenciado: ¿qué es un cuadro plástico?

–Es algo tan desaparecido como la verdad. Un cuadro plástico era una especie de grupo escultórico formado por personas que se quedaban quietas durante unos minutos para que las miráramos. La gracia estaba en el gesto, pero sobre todo en la inmovilidad. El cuadro plástico que ahora veo representa la Anunciación. Una linda muchacha de cabellos negros –de ella me enamoré al mirarla– hace de Virgen María, y otra muy rubia es el arcángel Gabriel. De ella también me he enamorado, pero en segundas nupcias. La Virgen está arrobada. El mensajero celestial le ofrece una azucena. Ambas muchachas están inmóviles, como estatuas de mármol color carne. O al revés, según se vea: como estatuas de carne color mármol. Perdóneme si me quedé callado. Estoy yo también inmóvil en el recuerdo, en aquel recuerdo de los cuadros plásticos, y de las vírgenes y los arcángeles...

–¿Está feliz entonces, licenciado?

–Mucho. En los días de Navidad yo siempre estoy feliz a pesar de mis tristezas. ¿Gusta usted una tacita de ponche y unos tamalitos?

Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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