De deslices y metidas de pata

Opinión
/ 29 octubre 2023

En inglés se dice bloopers. El equivalente en español es “metida de pata”. Son los errores que cometen quienes son diestros en un deporte o espectáculo y sin embargo incurren alguna vez en una falla elemental: en beisbol, el segunda base que pifia una rolita; en un show el cantante que de repente olvida la letra de la canción que está interpretando. Donde más bloopers se ven −más bien se escuchan− es en la radio. Podrían llenarse tomos con los mayúsculos dislates que decimos los conductores de programas radiofónicos, ayer llamados locutores y antier anunciadores. Por ejemplo, es legendario el yerro de cierto locutor que al informar sobre el estado del tiempo dijo a sus oyentes: “Estamos exactamente a cero grados. O sea, no hay temperatura”. Sucedió que un cronista deportivo relataba un partido de futbol. Llovía copiosamente en el estadio. Y dijo el narrador: “¡Sigue la lluvia torrencial, amigos! El balón se ve pesado; ha absorbido por lo menos un litro de agua, de modo que ahora debe pesar unos 200 gramos más”. No sé si lo que sigue sea cierto, pero se cuenta que un maestro de ceremonias, al leer el nombre del Padre de la Patria, don Miguel Hidalgo y Costilla, dijo: “Don Miguel Hidalgo y... y su distinguida esposa”. Había en mi ciudad un señor que cantaba a la menor provocación. Existían algunas dudas sobre su personalidad, pero las especulaciones terminaron la vez que cantó “Perfidia”, la bella canción de Alberto Domínguez. Esa canción empieza así: “Nadie comprende lo que sufro yo, / tanto que ya no puedo sollozar. / Solo, temblando de ansiedad estoy...”. Al llegar al tercer verso el señor cantó con grande sentimiento: “Sola...”. Al darse cuenta de lo comprometido de la situación enmendó terreno, y sobre la misma nota cambió la letra: “Solaaa-ooooo”. Claro, el tiempo en que eso sucedió era otro tiempo. Raúl Velasco, el más famoso presentador de artistas en su época, invitó a su programa de televisión a una excelente y linda cantante juvenil. Ella hizo una profunda reverencia para agradecer el aplauso del numeroso público, y al hacer esa caravana se llevó las manos hacia atrás, en una de las cuales sostenía el micrófono. Sería la emoción del momento, sería la presión que sobre el estómago ejerció la reverencia, el caso es que la artista dejó escapar un sonoroso ruido que en uso de eufemismo caiteloso se llama ventosidad o flato, ruido que el micrófono, fiel a su obligación, profesional, no sólo recogió, sino que además magnificó. La cosa habría pasado inadvertida, o se habría atribuido aquella inurbana trompetilla a una falla de sonido si no es porque el presentador añadió al infortunado desahogo estomacal un comentario aún más infortunado. “No te apenes −le dijo con paternal acento a la atribulada cantatriz−. Son cosas de la naturaleza, y es más riesgoso retenerlos que soltarlos. Nuestro público, que es generoso y comprensivo, entenderá lo que pasó”. Una larga ovación saludó las sabias y bondadosas palabras del presentador. No creo que en la historia universal del espectáculo haya habido un pe... tardo más aplaudido que ése. Los que escribimos en periódicos hemos inventado un sufrido y silencioso personaje al que llamamos “el duende del taller”. A él atribuimos nuestras fallas. Una vez escribí “rayar el queso” en vez de “rallar el queso” y “canongía” en lugar de “canonjía”. Me dejé llevar por la influencia de la voz “canónigo”. Le eché la culpa, claro, al fementido duende arriba mencionado. Si alguna falla lleva este presente artículo, como suelen llevar todos los que escribo, no se me culpe a mí: cúlpese al duende del tayér... FIN.

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