De libros y anécdotas

Opinión
/ 23 abril 2024

Hoy es el Día Internacional del Libro. Para mí todos los días han sido del libro desde que a los 5 años seguía, sin ser notado, las enseñanzas de mi madre a mi hermano mayor, Jorge, al ayudarlo a hacer las tareas escolares. Así aprendí a leer antes de ir a la escuela. A escribir no aprendo todavía. Los libros son desde entonces parte de mi vida: compañeros en la soledad; descanso en las fatigas; consuelo en los pesares; maestros silenciosos; amigos a quienes busco cuando no me encuentro. Los tengo en abundancia, en varios sitios, pues en mi casa no cabrían. La última vez que muchachas y muchachos de la Universidad los numeraron, contaron cerca de 28 mil. Me dijo una de las bibliotecarias: “Es como si hubiera comprado usted un libro cada día desde que nació”. Vicio ese mío; el único, por cierto, impune. A veces, debo decirlo, eso de comprar libros no está exento de penalidades. En cierta librería busqué una pieza teatral de Tennessee Williams. Le pregunté a la encargada: “¿Tienen la obra ‘El Dulce Pájaro de la Juventud’?”. Me respondió con una mirada congelante: “No vendemos pornografía”. En fin. Mi colegio de niño, el invicto y triunfante Ignacio Zaragoza, lasallista, organizó una Feria del Libro a la que puso un lema sugestivo: “Menos face y más book”. El pasado viernes presentó ahí su más reciente creación una excelente escritora que ciertamente escribe mucho mejor que yo: Luz María Fuentes de la Peña. Lo de Fuentes le viene de que es hija mía. Heredó todas las bellas cualidades de su madre y ninguno de los defectos de su padre. Sus Historias de barrio son un deleitoso paseo lleno de encanto por los barrios tradicionales de Saltillo –el Ojo de Agua; el Águila de Oro–, con relatos ya divertidos, ya dramáticos, sobre sus personajes, sus leyendas, sus hechos y sus dichos. Por mi parte yo presenté a otra hora “México en mí”, anécdotas de mis andanzas por este maravilloso país nuestro cuando todavía se podía andar por él. Día feliz fue ése para mí. Lo debo a la maestra Imelda Rétiz, que bien merece el título de Apóstola del Libro, aunque el rebelde, mezquino idioma del que habló Bécquer no tenga el femenino para la palabra “apóstol”. Con el apoyo del hermano José Antonio Mellado Moya, director del Colegio, esa gran educadora ha realizado una incansable labor de difusión no sólo de la lectura, sino de la escritura también, pues hace que en el curso del año escolar cada uno sus alumnos y alumnas escriba un libro que luego, debidamente impreso y editado, se presenta en una lucida ceremonia colectiva a la cual cada año se me invita, lo que me da ocasión de regresar a mi colegio, casa donde viví los días de mi lejana infancia, tan cercana. En esta ocasión ese bello acto tuvo para mí un agradabilísimo final. Cuando me retiraba del recinto se me acercó una amable y linda chica que me preguntó de buenas a primeras: “Maestro: ¿cómo cree usted que me llamo?”. Respondí desconcertado: “No lo sé”. Y ella, con una sonrisa: “Me llamo Rosibel”. ¡Ese nombre, inventado por mí, es el de uno de los numerosos personajes que en esta columna aparecen! Me explicó la gentil joven: “Mi papá ha sido desde siempre uno de sus cuatro lectores. Le gustó ese nombre y me lo puso”. Quise saber, cauteloso: “Y a ti ¿qué te parece tu nombre?”. “Me encanta –dijo–. Nadie se llama como yo”. Oír eso fue para mí como recibir una condecoración. Seguramente no son muchos los columnistas de periódico que imaginan nombres que luego se hacen realidad. Gracias a Rosibel y a su papá por ese regalo, uno de los que más me han alegrado en estos días... FIN.

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