De Navidades, costumbres y viajes

Opinión
/ 25 diciembre 2025

Volver en Navidad es aceptar que el tiempo ha pasado, que algunos ya no estarán y que otros ocupan ahora espacios que antes no existían. Tal vez por eso el impulso de volver se ha vuelto más fuerte que la celebración misma

Nací en una familia acostumbrada a las grandes reuniones decembrinas. La Navidad era, por definición, un asunto colectivo. Pasábamos noches muy felices cuando tocaba celebrarla en casa de mis abuelos maternos; y otras, menos memorables para un niño, cuando la sede era nuestra casa con mi abuelo paterno y sus hermanos, donde no había niños y la reunión era muy adulta. Aun así, había algo que nunca se discutía: en Navidad, no se viajaba.

Por eso, cuando en diciembre de 1981 mis padres anunciaron que pasaríamos esas fechas de viaje, la noticia nos tomó por sorpresa. Aquella Nochebuena, sin embargo, fue inolvidable. Llegamos tarde a Miami, el auto rentado se demoró, nos perdimos rumbo a Miami Beach y, al final, recibimos la Navidad encerrados en un cuarto de hotel. Fue entonces cuando aprendí que podíamos ser sólo nosotros cinco, y que el espíritu navideño no tenía que ver con regalos ni cenas elaboradas, sino con la compañía y el ánimo compartido.

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Esa fue la primera de varias Navidades fuera de la Ciudad de México. Después de mudarnos a Torreón, pasarían muchos años antes de volver a celebrar lejos. Ocurrió en 2001 y 2002, cuando pasamos dos Nochebuenas en Mérida, Venezuela. Allí descubrimos las hallacas, una especie de tamal que se come durante toda la temporada, y las gaitas, la música festiva que parecía desplazar a cualquier otro género. Recuerdo esos días con cariño, así como las llamadas de larga distancia –entonces tan costosas como necesarias– para escuchar la voz de quienes estaban cenando sin nosotros.

En 2008, junto con mi hijo Leonardo, pasé la Navidad en Târgu Mureș, en Transilvania, invitados por una familia húngara. El 24 comenzó limpiando la casa, decorando un pino natural traído por el abuelo y preparando la cena entre todos. Hubo un rezo ecuménico y, gracias a internet, pudimos compartir virtualmente la Nochebuena con la familia en México, pese a las ocho horas de diferencia.

El año pasado, mientras viajaba, estuve tentado a pasar la Navidad solo. No pude. Volví para estar con mi hijo, mi hija y su esposo, mis nietos, mi mamá, mis hermanos y mi sobrina. Somos pocos, pero demasiado unidos como para querer estar lejos en una celebración cuyo sentido ha ido cambiando conmigo.

$!Medellín, Colombia.

Con los años, la Navidad ha dejado de ser para mí una fecha marcada por la expectación infantil. Ya no la vivo como promesa, sino como balance. Es una mezcla extraña de gratitud y melancolía, de memoria y deseo. Porque uno vuelve, sí, pero nunca al mismo lugar ni con las mismas personas. Volver en Navidad es aceptar que el tiempo ha pasado, que algunos ya no estarán y que otros ocupan ahora espacios que antes no existían.

Tal vez por eso el impulso de volver se ha vuelto más fuerte que la celebración misma. No se trata de repetir rituales ni de preservar tradiciones intactas, sino de confirmar que seguimos contando los unos con los otros. Que aún podemos sentarnos a la misma mesa –real o simbólica– y reconocernos como parte de algo que nos precede y nos trasciende.

$!Medellín, Colombia.

Hoy, la Navidad no me habla de abundancia ni de euforia, sino de permanencia frágil. De ese acuerdo silencioso que hacemos con la vida para volver mientras se pueda. Porque llegará el día en que alguno falte o en que el regreso ya no sea posible. Y quizá por eso, más que nunca, la Navidad es la costumbre de volver: no para celebrar lo que fue, sino para agradecer, simplemente, lo que todavía es.

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