De padres y madres
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Monseñor Guillermo Tritschler, quien fue arzobispo de Monterrey, solía venir a Saltillo de vez en cuando, ya fuese para reposar un punto las fatigas de su arduo ministerio, ya para escapar siquiera algunas horas del pesado calor de su ciudad.
Aquí lo acogía y regalaba el santo señor Echavarría, obispo saltillense, que a todos prodigaba su suave cortesía y su afabilidad. Departían los dos en el sosiego de la casona episcopal; quizá bebían algún pocillo de chocolate con acompañamiento de repostería monjil o ricos dulces de las cocinas saltilleras. Paseaban luego por el añoso huerto. Su paso era lento y cansino, pues ambos señores llevaban la carga de sus muchos años, algunos vividos en la amargura del destierro y en las penalidades de la llamada Persecución.
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Terminaba la visita. Los dos nobles varones se despedían con afecto, como hermanos que quizá no se verían más. Subía en su automóvil don Guillermo; por la ventanilla asomaba su mano, blanca y fina, que semejaba un leve pañuelo de despedida. Con la suya le decía adiós monseñor Echavarría desde la puerta de la casa. Y dicen los que esas visitas conocieron que invariablemente decía con tristeza el arzobispo Tritschler:
-¡Caramba! ¡Qué viejecito está el señor Echeverría!
Y que siempre, muy triste, decía nuestro obispo:
-¡Caray! ¡Qué viejecito está monseñor Tritschler!
Luengos, muy luengos años vivieron aquellos dos hombres, tan sabios y tan buenos. Cuando llegaron al fin de su camino una fama de santidad aureolaba a ambos. Su partida habría sido muy llorada si no es porque los cristianos no deploramos la muerte de quien vivió como ellos, sino antes bien nos regocijamos en la certidumbre del fruto recogido. A los dos se les sigue proceso de beatificación; de ambos se dice que por su intercesión ha obrado la misericordia de Dios grandes maravillas. Ojalá lleguen al altar, y yo lo vea.
Este relato fue de padres. Sigue ahora uno de madres.
El general Francisco Coss fue uno de los meros hombres que han inventado la Revolución. Pocos tuvieron su valentía y -sobre todo- su acrisolada integridad. Salió del pueblo, y hasta el último día de su vida fue fiel representación del pueblo. Su vida y sus hechos esperan todavía un escritor digno de él que ponga en páginas de libro lo que ahora vuela en alas de la tradición oral, y que convierta en historia lo que es ahora leyenda.
Chuy Garza Arocha, amigo inolvidable, me contó una anécdota de Pancho Coss. Tenía el general un magnífico y velocísimo caballo, y tenía también un asistente dueño de una mula prieta. Y contaba el tal asistente que un día el general Coss dio orden de montar inmediatamente y salir al galope para tomar determinada posición antes de que lo hiciera el enemigo.
-Montó él en su veloz caballo y yo en mi mula prieta -contaba el individuo-, y llegué yo primero que él. Le gané por una a cero.
-Oye -protestaba alguno de los que lo escuchaba-, es imposible que le hayas ganado al general, él con su caballo, tú con tu mula prieta. Además las carreras no se ganan como el beisbol, por una a cero.
-No, -aclaraba el sujeto-. Le gané por un acero, porque con las prisas le eché en las ancas a la mula el acero en que estaba haciendo las gordas, y como se iba quemando con el metal ardiente la desgraciada mula corrió hecha madre y le ganó al caballo de mi general.