Del acoso cotidiano a la acción colectiva: una reflexión sobre el #25N

Opinión
/ 29 noviembre 2025

Una vez más son las mujeres organizadas quienes con sus estrategias consiguen conquistar y transformar realidades

Una de las noticias recientes que más indignación causó en el país fue el acoso sexual callejero que sufrió la Presidenta de México, Claudia Sheinbaum, mientras caminaba por el centro de la Ciudad de México. Un hombre se le acercó por detrás, la tocó e intentó besarla. El hecho, captado en video, se difundió rápidamente y encendió la furia colectiva de una sociedad que, una vez más, fue testigo de la violencia cotidiana que enfrentamos las mujeres, sin importar el cargo, clase o contexto.

Más allá de los supuestos montajes y las rivalidades políticas que han conseguido robar protagonismo al grave suceso de acoso, lo lamentable en esta ocasión, estimadas y estimados, es llegar a otro #25N y nuevamente escribir con profunda tristeza y desazón que México sigue arrastrando una profunda cultura patriarcal de dominación que enseña a los hombres, y les legitima, un falso derecho de controlar y disponer de las mujeres; y que, a pesar de sus esfuerzos, tiene mucho camino por recorrer en su objetivo de convertirse en un país que rompa de una vez por todas con el pacto patriarcal que lo sostiene.

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El poder sobre las mujeres y el acceso a sus cuerpos sin su consentimiento, como ha señalado Rita Segato, es una experiencia tan antigua como las propias sociedades humanas. Lo que sí es reciente es que las mujeres hayamos logrado nombrar esa experiencia como un problema político, jurídico y social, y no como un “precio a pagar” por ser mujer y salir a la calle, a trabajar o estudiar.

Durante siglos, el derecho se construyó mirando el mundo con ojos masculinos. El catálogo de delitos, las categorías jurídicas y hasta la idea de lo que merece protección se definieron desde esa perspectiva. Por eso, cuando el movimiento feminista empezó a hablar de violencia de género contra las mujeres, lo que hizo no fue inventar un problema, sino arrancarle el velo a una realidad normalizada.

Esa mirada ha sido crucial para que esta violencia pasara de ser vista como incomodidad individual a ser reconocida como fenómeno estructural y discriminatorio. El lema “lo personal es político” cobró aquí todo su sentido. Lo que nos ocurría “en privado” a las mujeres, en la calle, en el empleo, en la universidad y hasta en “las mejores familias”, resultó ser una experiencia compartida.

Frente a estas complejidades, el derecho penal ha aparecido como un atajo tentador: más delitos, más penas, más años de cárcel. El feminismo punitivista ha ganado terreno porque el castigo ofrece la ilusión de justicia rápida y contundente; sin embargo, penalizar no siempre transforma las condiciones que producen la violencia. Como advierte Tamar Pitch, convertir cada forma de violencia en un delito autónomo corre el riesgo de individualizar lo que en realidad es un problema estructural. En otras palabras, se sanciona a un agresor, pero el sistema que lo permitió permanece casi intacto e impune.

Esto no significa renunciar al derecho penal, sino reconocer sus límites. La violencia contra las mujeres no se va a desmontar sólo a golpe de sentencias. Se necesitan políticas laborales y educativas, de prevención, mecanismos de denuncia seguros, procedimientos claros, sanciones administrativas efectivas y, sobre todo, una transformación profunda de las relaciones de poder.

Rae Langton ha dicho que las mujeres, por su posición de género, tienen un déficit de credibilidad, pues sus palabras no pesan igual; sin embargo, lo que vengo a compartir hoy es la manera en que una vez más son las mujeres organizadas quienes con sus estrategias consiguen conquistar y transformar realidades.

Más allá del debate sobre los certámenes de belleza, su legitimidad, su justificación o inclusive sus supuestos pactos y acuerdos para la premiación, lo sucedido en el reciente Miss Universo 2025 evidencia el poder de la conciencia y la fuerza que surge cuando esta se despierta. Que Fátima Bosch alzara la voz para denunciar públicamente la represión de la que fue objeto frente a las demás concursantes, y que su gesto de indignación encontrara eco en algunas de sus compañeras que abandonaron la sala, muestran con claridad un punto de inflexión: el momento en que la tolerancia alcanza su límite y aquello que antes se consideraba normal e inevitable se reconoce como inaceptable.

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La sororidad, esa alianza política y afectiva entre mujeres de la que habla Marcela Lagarde, se hizo práctica concreta y ha conseguido darle vuelta a la ecuación. Creerle a otra, amplificar su voz, acompañarla en la denuncia, sostenerla frente a las represalias reflejan uno de los cambios más profundos de los últimos años, y desde mi perspectiva, el más esperanzador: el miedo ya cambió de bando.

Hoy cada vez más hombres saben que un comentario, un mensaje, un “chiste”, una insinuación, ya no se queda en el silencio del pasillo o del chat privado. Hoy cada vez más mujeres no disfrutan ni toleran “bromas” o “piropos” sexistas. Hoy cada vez más personas entienden que no basta con saber que no es no, sino que sólo sí es sí.

Romper el pacto no es sólo una consigna, es una tarea de Estado y una deuda democrática que exige dejar de ser cómplices de un orden que violenta; que implica desmontar acuerdos, silencios y complicidades en todos los niveles, tanto personal, social e institucional, porque lo que está en juego no es solo su seguridad de las mujeres sino el tipo de sociedad que estamos dispuestas y dispuestos a tolerar y a pertenecer.

La autora es la coordinadora de la Licenciatura en Derecho con Perspectiva en Derechos Humanos de la Academia IDH

Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH

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