Destino manifiesto
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Esta noche sí voy a tapar el espejo, aunque sea con una cobija, pero algo le tengo que poner encima porque no podré aguantar una vela más. Ayer fue imposible conciliar el sueño y con esta van seis noches al hilo en las que esa horrible silueta aparece con sus implacables ojos -ígneos y sin retina- que escrutan cada rincón de la habitación como si ese marco de metal oxidado fuera una ventana a otra dimensión. Con dificultad, pero podía sobrellevarlo, sin embargo, la saña del intenso golpeteo de sus garras contra el cristal que me separa del mundo de las tinieblas fue la gota que derramó la rebosante copa menstrual.
Estoy segura que tiene un aliento pestilente porque escribe con su afilado espolón en el vaho que emana de ese hocico carnívoro, nauseabundo y bestial. Desde que esta pesadilla se hizo realidad, alucino con el lento rechinar que precede al deslumbramiento de un tétrico e indescifrable mensaje, cuya obsesión me mantiene en vilo.
Así es como intenta comunicarse conmigo, por eso lloró en silencio cada vez que escucho el rechinido de su zarpa contra el vidrio, porque sé que está por iniciar el martirio de la incertidumbre, luego me invade un insufrible sentimiento de escape y aprisionamiento que no termina de irse hasta que despuntan los primeros rayos del sol. No es novedad, la cobardía es un hábito recurrente en mi mojigato código de conducta: siempre temo a quienes tienen algo que decir, son peligrosos porque pueden acabar con la calma o con una dictadura. Ya se ha demostrado que hay conocimientos capaces de desmoronar cimientos opulentos, rococó e incuestionables. No obstante, en mi defensa debo testificar que me gustan las figuras egregias.
Inquilina del cautiverio de la desmemoria selectiva, desconozco cuándo fue mi bautizo en las oscuras y fangosas aguas paranormales, pero tengo la insana convicción de haberlo adquirido involuntariamente, como se contrae una enfermedad de transmisión sexual o -con suerte- por ósmosis. Dado que soy maestra de la simulación y doctora summa cum laude con acentuación en mosca muerta, no tuve empacho en negar la realidad y simular que no ocurría nada. Así dejé pasar algunos meses, ofreciéndole la indiferencia que se merecen los amantes apóstatas e ingratos, si sabré yo de esos desventurados avatares y sus suculentas comilonas. Sin embargo, esta vez no me alcanzó con mi experiencia en esculpir la moral de las apariencias: no lo vuelvo a hacer, a menos que sea necesario.
Empero la forzada adopción de la filosofía del negacionismo, nunca he sido incrédula de las excitantes cuestiones extrasensoriales, más de una vez me han servido como afrodisiaco para estimular conversaciones noctámbulas que terminan en un acostón rutinario como vía rápida para evadir la soledad de la cama matrimonial. Además, desde muy chamaquita me las tuve que arreglar para lidiar con el monstruoso apetito sexual de un tío que me acechaba como un repugnante depredador infernal y, de pilón, con los fantasmas personales de mi abuela que era una mujer completamente invadida de narraciones de ultratumba. Recurrentemente pienso con ahínco en la forma en que se sacudía las ropas cada que el afilador de cuchillos pasaba silbando por la calle en la que vivía, ese pito chillón era su manera de avisar a las vecinas que estaba en el barrio dispuesto a aguzar las armas blancas culinarias o echarse en el lomo su cúmulo de malas vibras. Nunca vi a alguna salir presurosa al encuentro de los cuchillos con la piedra reformadora del señor, pero sabía que ella lo había hecho más de una vez.
La abuela decía -con una devoción sincera- que esa danza pedestre y repentina era el ritual para que aquella oxidada bicicleta cargara con las energías de bajo astral que traía sobrepuestas. Cuando pienso en las tardes que pasé en su casa percibo dos cosas: el paso del afilador y el aroma de la carne en chile pasilla. Un manjar.
Durante aquellos días felices, además del sentimiento de insatisfacción crónica, me heredó en vida su redención quimérica, donde primaban los espectros que escudriñaban esa lóbrega y lúdica casa de los espantos. A diferencia de sus escasas posesiones, a ellos no los peleó nadie. No estaban escritos en el testamento y ningún avaricioso cantó “esta boca es mía” en la hora fatal, pero yo misma me encargué de repartirlos entre los deudos. Los apuntó con dedo flamígero como deidad furibunda porque la única doliente fui yo, incluso más víctima que la fría e indiferente difunta, quien sólo se limitó a morirse. Sólo a mí me caló hasta los huesos la gélida ausencia materna, por ello -en homenaje póstumo- cada que voy al panteón me traigo un puñito de tierra ¡viera la cantidad de matas que he llenado! Me encanta como florean, bien bonito y tupido, es como si la finada reencarnara en cada brote. De ella también aprendí a sembrar el pánico entre la prole. Polvo eres y del polvo volverás.
La comadre Dulce, más amarga que la hiel, fue quien me dio el pitazo de la receta: barrerse las chiches con un huevo de gallina de rancho, siempre con la mente enclavada en una desinteresada devoción cristiana (estrictamente necesario). Es importante pensar en cuánto se desprecia a esos desgraciados herederos al tiempo que los blanquillos se aventuran entre los senos. Mientras tanto hay que rezar de rodillas un par de credos y tres padres nuestros. Todo ello en una noche de luna llena para encobijarlos a la diafanidad de su luz, ya que sólo entonces los espíritus hacen de las suyas en el mundo material. A la mañana siguiente, antes del alba, deben ser estrellados contra el patrimonio de los imputados para lograr el perverso efecto deseado. Agregue sal al gusto.
Consumado el procedimiento, las pérfidas almas penitentes dejaron de ser huérfanas. Entonces, tenía que ocuparme de la última voluntad de la meretriz de marras: luego de ser ungida con la extremaunción -cuando las cartas estaban echadas-, me condenó a llevar conmigo el espejo de su recamara y, con él, a su pingo preferido. Era antiguo, opaco, pesado y sólo reflejaba de forma clara en ambientes oscuros. Si se colocaba en una habitación iluminada, era imposible observar algo. Ave María purísima y de mal agüero.
Lo coloqué frente a mi cama y, desde entonces por inverosímil que parezca, cada noche hay movimiento adentro. Lo primero que noté fue que constantemente se desacomodaba. De un momento a otro estaba inclinado, volteado hacia la pared e, incluso, llegó a caer al piso en más de una ocasión. No le presté atención y atribuí este comportamiento a descuidos producto de mi dispersión o a travesuras de quienes solían visitarme. Mentira ¿a quién engaño? tengo menos visitas que un preso político y soy más aburrida que cumplir veinticinco años de casados.
Entonces, comenzaron los ruidos. Objetos que se arrastran, pasos que van con pesadez, risas, murmullos y lamentos. Al principio me empeciné en convencerme de que provenían de la calle, pero mi hipótesis cayó por su propio peso. Después, entró en escena la silueta errante que mora en el interior del espejo. Pese a su falsa discreción, supe que era menudita, ágil, burlona y con una mirada tan colorada como el canijo infierno. Se convirtió en una presencia descarada con el paso del tiempo, cuya actividad preferida era contemplarme al dormir mientras chirriaba sus afilados caninos que, estoy segura, ansiaban rasgarme las vestiduras. Se le notaba en exasperado por ahincarme el diente.
Estoy desesperada y me invade un ignoto miedo a lo desconocido. Evadir mi reflejo no va a servir de nada, es cerrar los ojos en medio de la tormenta y dejar el timón a la buena de un dios omiso. No tengo alternativa, fui sentenciada y conducida al filo del abismo en donde sólo se puede pelear a morir o despeñarse: esta vez tengo que hacer algo por mí antes que por la abuela.
Sin duda, lo que más me atemoriza es reconocer que el agorero sentimiento que me paraliza cuando me atrevo a pararme frente a esa puerta del inframundo es porque que ahí sólo aguardan mis fantasmas personales, esos que adquirí a trasmano de mi ascendencia. Yo soy la silueta, un habitante de las tinieblas sin más identidad que el pánico a la alteridad, un Narciso condenado a ahogarme en las aguas de mis más profundos e infantiles temores.