Devoción a flor de piel. La gran peregrinación
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En el Saltillo de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, las peregrinaciones en honor a la Virgen de Guadalupe eran numerosas. Antes de la gran festividad del día 12, cada noche diversos grupos de fieles devotos marchaban en peregrinación
al Santuario de Guadalupe. Todos acompañaban su marcha con plegarias y cánticos a la virgen morena, veladoras y matachines y cohetes
al aire.
La gran peregrinación, la del comercio, rendía tributo a su Patrona el domingo inmediatamente anterior al día 12 de diciembre y participaban la mayoría, si no es que todos los negocios, fábricas e industrias instaladas en la ciudad. Cada contingente llevaba mantas y banderines con el nombre del negocio y a la cabeza iban siempre los propietarios con su familia, seguidos por sus empleados. Todos marchaban orgullosos y con la devoción a flor de piel.
Esa peregrinación llevaba numerosos carros alegóricos con escenas alusivas al milagro guadalupano. Camionetas y grandes camiones de plataforma servían para el efecto, y eran tan bien disimulados que se convertían en verdaderos escenarios rodantes. A veces, hasta la cabina era cubierta semejando un montículo con tan sólo una rendija en el parabrisas para visibilidad del conductor. La escena más socorrida era la aparición en el cerro del Tepeyac. A la parte trasera de la cabina se sujetaba una estructura vertical que servía a su vez para sujetar a la virgen, colocada a veces a gran altura. Juan Diego iba siempre con una rodilla hincada. Mantener inmóvil y segura a la niña vestida de virgen en aquellas alturas era una suerte de desafío a las leyes de la gravedad y a las no menos puntuales de la inquietud infantil.
En aquellos años, la peregrinación recorría las calles de Juárez desde Abasolo hacia el poniente, tomaba Victoria y doblaba por la Alameda para llegar al Santuario. Afortunadamente, la tía Licha Dávila vivía en Juárez frente a San Francisco, y cada año invitaba a toda la familia a ver la peregrinación desde su casa. Esta se llenaba de chiquillos y la tarde se convertía en una de las más divertidas de la temporada de frío, pues además de merendar sabroso, los niños repetíamos los cánticos guadalupanos como los entendía cada quien. Mi hermana Leticia conserva el recuerdo de que sin irreverencia alguna ellos cantaban: “ya se coce el huevo, ya se coce el huevo al oír cantar”, en lugar de la frase referida a Juan Diego: “y acercóse luego, y acercóse luego al oír cantar”. Claro, los niños nunca han tenido muy clara la conjugación del verbo cocer, de cocinar.
TALLERES EL POPO
Para participar en la gran peregrinación, el tío Rodolfo Aguirre echaba a andar toda su creatividad para el carro alegórico de Talleres El Popo, de manera que cada año la aparición era representada de forma diferente, aunque la virgen era siempre una de mis primas. Un año se le ocurrió poner a la virgen, que a la sazón tenía ocho o diez años, en lo alto de un enorme globo terráqueo que daba vueltas mediante un artilugio mecánico manejado desde el interior por uno de sus trabajadores. La virgen morena de mi tío resistió heroicamente las mil y una vueltas que dio el mundo bajo sus pies durante el recorrido, no así el que lo movía. Ya casi para llegar a su destino, el camión se salió de su ruta, el tío bajó precipitadamente a la pequeña virgen, la depositó en la banqueta y le dijo: “No te muevas de aquí”, mientras que con ayuda de otros sacaba en brazos, ya intoxicado, al trabajador encargado de darle vueltas al mundo. Mi tío se fue con el muchacho en una ambulancia, y una vez que lo dejó restablecido en el hospital, se fue a recoger a su virgencita, que lo esperaba asustada en el lugar donde la dejó.
Así era aquel Saltillo. Entre la multitud y el “domingo de la peregrinación”, a nadie llamaba la atención una niña vestida de virgen de Guadalupe, solita en una banqueta.