Dios fulmine a la que escriba sobre mí

Opinión
/ 27 enero 2025

“Lo malo del vacío es que también abre espacio para las preguntas pendientes”

“Ser sincero es ser potente” escribió el poeta Rubén Darío en su libro “Cantos de vida y esperanza” aludiendo a la sonoridad que produce la verdad cuando es pronunciada, inclusive en terrenos pantanosos, pues su capacidad de alcance no requiere oropel ni adjetivos para deslumbrar a los devotos de verla emperifollada.

Hay lecturas que ponen en tensión la vida con la obra, casi todas ellas emanadas de uno de los deportes nacionales más y peor cultivados: el chisme. Es decir, se adentran en los acontecimientos más privados y, si es de propia boca, mostrarse abierto en canal equivale en asumir el riesgo de ir voluntariamente al cadalso con espectadores que no dudarán en pasar de justo juez a iracundo inquisidor, si la moral de las buenas costumbres se pone en entre dicho.

Vía exprés para llegar a este paredón literario es la autobiografía, uno de los desventurados géneros que no figura dentro de las preferencias de los escritores contemporáneos, amén de no verse obligados a inventar los hechos fundamentales de una vida, ven de cerca el riesgo de parir un anecdotario soporífero circunvecino de la hagiografía donde ni siquiera los milagros sobran.

Su reto radica en la construcción de una trama interesante, tejida a partir de la identificación de los pilares que, como parte aguas, hayan dado sentido a la vida, pero que al mismo tiempo tengan la capacidad de sostener la tensión de un lector acechado por el hedonismo tecnológico que otorga jugosos dividendos en materia de pereza mental.

Aventurando hipótesis, para lograr una exposición de tal magnitud, como si se tratase de un harakiri quirúrgico, es necesario un desdoblamiento de la personalidad que permita distanciamiento del propio ser con el objetivo de auto explorarse mediante unos ojos rebosantes del asombro que acecha el morbo de lo ajeno y así dar rienda suelta a sacar los trapitos al sol.

En el mundillo de la literatura nacional, si bien no abundan las autobiografías, no es ajeno que estos retratos sean de corte intelectual para que los protagonistas presuman lo mejor de la vida y se engalanen de hazañas inefables, renunciando a la oportunidad de poner sobre la mesa de unos comensales hambrientos las contradicciones y dificultades que supone el salir a flote en un ámbito donde, ya de por sí, es preciso nadar a contracorriente donde cada bocanada sabe más sabrosa.

Embarcarse en ese acto de valentía no es sencillo, y si un suicidio asistido cabe, quien mejor para dar una mano al condenado por voluntad propia que un testigo de cargo dispuesto a internarse en la conciencia del otro para dejar de sí a medida que se adentre en sus claroscuros meandros. Carne de mi carne.

Así, Dios fulmine a la que escriba sobre mí es una confesión a mansalva de Aura García-Junco, un ejercicio de sinceridad sobre H. Pascal, alias de Juan Manuel García-Junco (su padre), comenzado a los diez meses de su muerte y en el cual repasa, no sólo su aura pública, sino también la parte personal más privada, llena de afectos, amores prohibidos, tristezas, fracasos, deseos inconfesables y todas las aristas que pocas veces nos atrevemos a mostrar ante los otros, quizá por temor al rechazo o a incumplir las expectativas ajenas que nos autoimponemos, no para generar placer, sino para suministrarnos elevadas dosis de culpa por asumir la condición humana.

Hablamos de su vida, no de su muerte como se dice en los cotilleos vecinales, pues como si de un médium escribiente se tratase, este retrato de época es un vaivén entre el ensayo, la novela y la crónica, quizá porque solamente a través de mezclar lo verdadero con lo verosímil es posible pizcar las pasiones más secretas de un hombre que entregó buena parte de su vida a la promoción cultural y, particularmente, a difundir el placer de la lectura: un terreno donde es latente la posibilidad de la otredad que brindan las historias que nos sobreviven, cuyos alcances superan las propias ataduras morales, el desfase del tiempo y las prebendas del deber ser; algunas de las cuales es mejor echar bajo la alfombra roja por la que a otros les seduce desfilar.

No sólo sentarse en el banquillo de los acusados resulta lacerante, ejercer el relato también saca ronchas debido a que implica abonar palabras que solo pueden emanar de la compenetración emocional de quienes, aunque compañeros de vida, se han enterado que se desconocen en buena medida. Bien lo advirtió el poeta Fabio Morabito cuando escribió que “la lengua aquí se esconde bajo tantas heridas que hablar es lastimarse, y quien habla mejor es quien lastima más...”

Nos habitan multitudes que, en su humana naturaleza, reclaman tal libertad que la estatuaria auto (y socialmente) impuesta obliga a negar en público a fin de no transgredir las buenas y sacro santas costumbres, como antítesis del oráculo délfico: desconócete ti mismo,

“Dios fulmine a la que escriba sobre mí”

Autora: Aura García-Junco.

Editorial Sexto Piso.

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