Don Cástulo
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Algunos saltillenses habrán de recordar todavía a don Cástulo. Oficios muy diversos hay en este mundo, y los hombres han de entregarse a veces a ocupaciones extrañísimas para ganar la vida. Muchos de esos oficios, ciertamente, han desaparecido ya. En aquellos años del Señor había quien ganaba el sustento capando gatos. Algún otro iba casa por casa quitando con una larga garrocha las telarañas que se formaban en lo alto de los techos. Doña Mariquita, la más devota devota que tenía el Santo Cristo, sacaba el pan de cada día comprando “El Diario” de don Benjamín Cabrera para leerlo luego, a cambio de convenida paga, a las iletradas mujeres de la vida galante asiladas en el pecaminoso barrio de Terán.
Dudo, sin embargo, que haya habido ocupación más rara, trabajo más peregrino, que aquel que tenía don Cástulo. Digámoslo de una vez y sin embozo: don Cástulo se dedicaba a recoger cacas de perro. Iba por esas calles de Dios -y de los perros- con un saquillo o pequeño costal terciado al hombro. Llevaba también un ingenioso artilugio formado por un mango de escoba a cuyo extremo estaba fijo un recipiente de hojalata con una puertecilla que se abría estirando un alambre. Ver una caca de perro era para don Cástulo lo mismo que para el gambusino es ver una pepita de oro. Iba hacia ella y con movimiento que no sólo era eficaz, sino elegante también, recogía el canino desecho en su aparato. Cuando tenía ya en él una competente ración de aquellas heces de los cagones perros callejeros, las trasladaba con nimio cuidado al costalillo y proseguía luego la tarea.
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No estaba loco, no, don Cástulo. Aquella su singular recolección de lo que los canes descomían le servía para comer él. Según me han dicho, en los perrunos deshechos hay una cierta sustancia muy útil para el curtido de las pieles o para algún otro tratamiento que a los cueros se ha de dar. Acabada la diaria jornada don Cástulo dirigía sus pasos a una corambrería y ahí entregaba su cosecha y recibía el precio de sus solícitos afanes. Todo mundo salía beneficiado: se allegaba el corambrero aquella materia prima tan necesaria para su curtiduría, obtenía don Cástulo el modesto jornal que requería para su subsistencia; quedaba limpia la ciudad de los intestinales detritos de los canallas canes, y éstos podían hacer sus cosas sin mucho remordimiento ni rubor, en la confianza de que el afán del recolector pondría la basura en su lugar.
Eso hacía don Cástulo todos los días de la semana, menos el domingo. Ese día se ataviaba con chaqué y bombín, lucía cuello de plastrón y corbata de pajarito, y rechinando de limpio asistía a misa de 12 en Catedral. Luego, muy solemne, paseaba con señoril continente por la Plaza de Armas y hacía oídos sordos cuando los arrapiezos de la calle, señalándole una caca de perro, le decían:
-¡Don Cástulo! ¡Mire, don Cástulo!
No vive ya don Cástulo, y por tanto no puede la gente decente dar un paso por las calles de la ciudad sin exponerse a pisar su mercancía. Sin entregarnos a vanas lamentaciones de nostalgia reconozcamos que en Saltillo todo tiempo pasado fue mejor, al menos en lo que a cacas de perro se refiere.