Dora Scaccioni, Dora Herrera, Dora Molkau

Opinión
/ 10 julio 2022
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Para los saltillenses de entre los años veinte y los setenta del siglo pasado, no era extraña la figura de Dora Scaccioni. Menudita, de cutis muy blanco y luminoso, de belleza exótica y porte distinguido, la esposa y alumna del maestro Rubén Herrera vivía en la calle de Bravo, a espaldas del edificio que entonces fuera la Presidencia Municipal de Saltillo.

Acompañaba a su esposo a las veladas literario-musicales que entonces se ofrecían en el auditorio del antiguo edificio del Ateneo Fuente, frente a la placita de San Francisco, y en la misma institución asistía a las clases de pintura de la llamada “Academia de Pintura de Saltillo” fundada por su esposo y adscrita al ya para entonces muy prestigiado colegio de estudios preparatorios del estado. Igualmente, del brazo de su esposo asistía a las serenatas que ofrecían las bandas de música en esa placita o en la plaza de Armas, frente a la catedral. Visitaba a las vecinas y conocía a los tenderos de su barrio, compraba sus vituallas, como todas las señoras, en las fruterías, carnicerías y tiendas de abarrotes de las esquinas.

Nacida en la ciudad de Roma, allá conoció a Rubén Herrera, zacatecano por nacimiento, pero saltillense porque su vida transcurrió desde niño en Saltillo. En ese entonces, él estudiaba pintura en la Ciudad Eterna con los grandes maestros italianos, becado por el gobierno de Coahuila por sus grandes dotes para el arte, por su dominio absoluto del lápiz, el carboncillo, la acuarela, el óleo y todo lo relativo al dibujo y la pintura. Allá contrajeron matrimonio en el Capitolio Romano, siendo sus padrinos el embajador de México en Italia y el primer secretario de la Legación diplomática, ceremonia a la que también, afirma Juan Manuel Corrales Calvo en su reseña biográfica del maestro Herrera, “acuden entre otros, el doctor Rafael Cabrera, el poeta Gustavo Villaroti, el pintor Francisco Goitia y el general Eduardo Hay”. Requerido el pintor por el presidente de la República, don Venustiano Carranza, con la encomienda de atender un programa nacional de Arte, el matrimonio emprende camino a México y durante el viaje les sorprende la noticia del asesinato de don Venustiano. Deciden entonces establecerse en Saltillo.

La Academia de pintura sólo duró una década. En 1930 se le retiró el subsidio y fue clausurada. La influencia de aquella benemérita escuela que despertó tantas vocaciones artísticas y diseminó la apreciación de esa hermosa disciplina entre los coahuilenses, aún persiste en algunas corrientes de la escuela local. En 1933, el matrimonio Herrera Scaccioni, ya para entonces con dos hijos, se establece en la Ciudad de México y a los pocos meses, en octubre de ese mismo año, fallece el maestro Herrera. Dorita regresa a su casa en Saltillo, con un hijo en cada mano: Mario, de 10 años, y María Romana de cinco. Enseñaba francés en el Ateneo y pintaba, a veces por encargo y a veces por gusto, casi siempre flores y retratos, constituyendo este último género su aportación más valiosa a la plástica coahuilense. También pintó paisajes, pero se conocen pocos. Catorce años después, se casa con el médico alemán Lorenzo Molkau y continúa viviendo en Saltillo, excepto una temporada en que residen en diversas ciudades de Estados Unidos. Dora Scaccioni, primero de Herrera y luego de Molkau, regresa siempre a Saltillo, la ciudad que a los 24 años decidió adoptar como suya. La adopción fue mutua, ella la adopta y la ciudad hace suya a Dora Scaccioni. Con cortas ausencias, su vida transcurre en Saltillo en un lapso de 55 años, entre 1920 y 1975, cuando falleció.

Su época no acostumbraba reconocer el talento de las mujeres, sólo se movían en sus estrechos círculos familiares y al interior de su aún más estrecho círculo social, costumbre que no acaba de morir del todo. En su caso particular, su talento se vio ensombrecido ante el prestigio y la fama de su esposo. Dora Scaccioni debe tener un lugar en la historia del arte coahuilense.

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