Una caverna para Navidad 2/3
Una aproximación a las incidencias en torno al nacimiento de Jesús, de acuerdo con una visión periodística, basada en textos bíblicos y apócrifos
Tal como lo señalé en mi colaboración anterior, este breve ensayo es apenas un asomo momentáneo a los sucesos que habrían rodeado al nacimiento de Jesús, asumiendo su existencia histórica.
A continuación, la siguiente parte de la hipotética nota informativa atemporal, basada, como he dicho, en la narrativa bíblica y en fuentes apócrifas:
JERUSALÉN, 7 de octubre del año 6 a. de C.– (...) Habiéndose separado de la caravana, justo cuando están por arribar a su destino, el alumbramiento de la joven empieza a anunciarse como un hecho inevitable.
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Al no haber encontrado una morada disponible en el pueblo, a José no le queda más alternativa que usar como refugio una oscura gruta subterránea, ubicada en las inmediaciones de Belén, en la que se apresta a introducir a la joven.
Gracias a cierto fulgor de naturaleza divina, la caverna permanece iluminada día y noche, de modo que la familia no necesita lámparas o antorchas.
Dejando a sus hijos en la entrada de la cavidad, José se dirige a Belén, en busca de una partera, poniendo constantemente en el Cielo su mirada y sus oraciones. En el trayecto siente que todo a su alrededor se paraliza, como si el tiempo se hubiese detenido.
Y, he aquí, una anciana que desciende de Jerusalén, de nombre Zelomi, quiere saber quién está por dar a luz en la gruta, según se ha corrido la voz.
“Es María, mi desposada”, le aclara José, a lo que la comadrona responde con otra pregunta: “¿Entonces no es tu esposa?”.
“Luego que fue educada en el templo —le informa—, me fue dada por mujer, pero sin serlo en realidad, pues ha concebido por virtud del Espíritu Santo (Rúaj HaKodesh)”.
Percatándose de su incredulidad, la invita a entrar al refugio, que por fuera luce cubierto por una especie de nube luminosa.
Ante el asombro de Zelomi, la nube se retira de improviso, quedando la fuente de luz que invade la caverna.
De esta luminiscencia surge, poco a poco, la inconfundible figura de un bebé, que no tarda en asirse de un pecho de su madre para alimentarse.
Así fue como María trajo al mundo a su hijo, rodeado por ángeles que aún declaran: “¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”.
Cariñosamente, envuelve a su primogénito en pañales y lo acuesta en un pesebre, resignada a no contar con un alojamiento adecuado.
En algún momento del nacimiento, Zelomi tomó el cordón umbilical del niño, lo puso en una pequeña redoma de aceite de nardo viejo, y encomendó su preservación a un perfumista, hijo suyo, a quien prohibió vender la invaluable reliquia.
Presa todavía de la sorpresa y del júbilo, la partera sale de la gruta para encontrarse casualmente con Salomé, otra comadrona, a quien le cuenta que “una doncella parió de una manera fuera de lo normal”.
“Después de alumbrar, sin dolor, sus pechos se llenaron de leche. El nacimiento no se manchó con flujo de sangre. Lo más asombroso es que parió virgen, y permanece virgen”, narró Zelomi.
“Por la vida del Señor mi Dios —replica Salomé— que, si no pongo mi dedo en su vientre, y lo examino, no creeré que una virgen haya parido sin perder su castidad”.
Entonces, Salomé pide a María que le permita verificar los hechos, pues “no es insignificante la discusión —le dice— que hemos tenido a costa tuya”. La muchacha accede de buena gana.
Tan pronto como coloca su dedo en el vientre, lanza un alarido, y exclama: “Castigada es mi incredulidad impía porque he tentado al Dios viviente; ¡mi mano se ha secado, la consume un fuego y se separa de mi brazo!”.
Acto seguido, se arrodilla y ruega a Dios que aleje ese mal y detenga su sufrimiento. En eso, se aparece un ángel que le hace saber: “Salomé, el Señor ha atendido tu súplica. Acércate al niño y tómalo en tus brazos, pues de ese modo recuperarás tu salud y tu alegría”.
Al acogerlo en su seno, experimenta un deseo irresistible, según confiesa, de postrarse ante el bebé, convencida de que “un gran rey ha nacido para Israel”. La mujer termina por adorarlo y, al tocar sus lienzos, su mano se reconstruye.
Ocurrido el milagro, Salomé sale de la gruta, no sin antes recibir la orden divina de que no diga a nadie lo que atestiguó, sino hasta después de que el niño haya pisado Jerusalén. Pero la mujer hizo todo lo contrario, logrando que muchos crean a su testimonio.
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Mientras tanto, numerosos pastores aseguran haber visto, al filo de la medianoche, una hueste de ángeles cantando un himno, loando y bendiciendo al Eterno, diciendo que ha nacido “el Salvador de todos”, es decir, el “Cristo” (māšîaḥ = el “ungido”).
Tres días después del parto, se ve a María salir de la cueva y entrar en un establo para colocar en un pesebre al niño, a quien un buey y un asno se acercan para reverenciarlo.
De este modo, se cumplió lo que cientos de años atrás dijo el profeta Isaías respecto de Israel: “El buey ha conocido a su dueño y, el asno, el pesebre de su Señor”.
También se materializó lo que se predijo en voz del profeta Habacuc: “Te manifestarás entre dos animales”.
(Continuará)