El arte de vender
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En la puerta de una iglesia católica en Polanco, barrio rico de la Ciudad de México, pedía limosna un pordiosero. Lo raro es que el hombre era judío: llevaba el típico yarmulke, gorrito con que los judíos ortodoxos se cubren la parte posterior de la cabeza, y lucía las clásicas patillas de quienes profesan la doctrina hebraica.
Del otro lado de la puerta estaba un pedigüeño mexicano, vestido de manta y con huaraches. Llegaba la gente al templo, veía al judío y al pobre mexicano, y sin dudar le daba la limosna al mexicano. El judío no recibía nada, en tanto que el mexicano ya tenía lleno de monedas y billetes el sombrero de palma que usaba para recibir las limosnas.
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Una bondadosa dama se condolió de la aciaga suerte del judío. Fue hacia él y le dijo: “Se ha equivocado usted, buen hombre. Ésta es una iglesia católica. Aquí nadie le dará nada. Vaya a la sinagoga; está muy cerca. Seguramente ahí sí le darán limosna”.
El judío agradeció con humildad aquel consejo. Cuando se retiró la señora el judío se vuelve hacia el indito mexicano: “Abraham” -le dice. Responde el supuesto indígena: “Dime, Moisés”. Comenta el judío: “¡Mira a éstos! ¡Nos quieren enseñar mercadotecnia!”.
La mercadotecnia, en efecto, es abstrusa y ardua ciencia. Ciertamente comprar es uno de los instintos básicos del homo sapiens, y más de la sapiens mulier. Una reciente encuesta norteamericana mostró que las señoras ponen el shopping en segundo lugar en la lista de los 10 grandes placeres que se pueden disfrutar, superado sólo por el comer. (El sexo ocupó un modestísimo séptimo lugar).
Aun así, inducir a las personas a comprar es todo un arte. Hay en Estados Unidos una universidad donde los futuros gerentes de supermercados estudian tres o cuatro años a fin de aprender cómo colocar las mercancías del modo que más llamen la atención de los consumidores.
Aquí en Saltillo una señora de condición modesta tejía con macramé unas preciosas bolsas para dama. Sus bolsas eran muy apreciadas, como lo prueba el hecho de que hasta sus amigas se las alababan. Y eso no es nada: su suegra y sus cuñadas se las alababan también. Por eso la señora se decidió a ofrecerlas al público. Su marido, comerciante de oficio, le sugirió que las exhibiera en la capota de su coche a la salida de un plantel de esos que tienen alumnado de la alta sociedad. Las señoras van a dejar o recoger a sus hijos, razonó. Ahí verán las bolsas, y de seguro las comprarán.
La esposa hizo sus cálculos de costo de material y mano de obra, y les fijó a las bolsas un precio de 200 pesos. El primer día varias señoras se acercaron a mirarlas y preguntaron cuánto costaban, pero ninguna las compró. Llegó a su casa la frustrada comerciante y le contó a su esposo su fracaso: no había vendido ni una bolsa. “Dóblales el precio -sugirió el marido-. Dalas a 400”. Ella se asombró: si a 200 pesos no las había vendido, a 400 menos las vendería.
En efecto, el segundo día tampoco vendió nada. “Ponlas a 800 pesos” -aconsejó el esposo. Nuevo asombro de la señora, y al siguiente día nuevo fracaso: otra vez ninguna venta. “Dalas a mil 600 pesos” recomendó el esposo. ¡Ocho veces más caras que el precio original! Sólo por no contradecir a su marido la esposa les fijó ese precio al día siguiente. Y ¡oh maravilla! ¡Vendió todas las bolsas que llevaba! Las señoras las veían, preguntaban el precio y pedían que se las dejara, por favor, a mil 500 pesos. Accedía la señora, como haciéndoles un gran favor, y la venta se consumaba de inmediato.
Llegó la vendedora a su casa y llena de júbilo le contó a su marido aquel fantástico éxito. ¿Por qué -le preguntó- había sucedido aquello? Antes no había podido vender nada, y ahora las señoras se disputaban las bolsas. ¿Por qué? Respondió el hombre: “Porque les faltaba precio”.
En efecto, aquel sabio mercadotecnista sabía algo que en mercadotecnia es importante: muchas veces la gente confunde lo caro con lo bueno. Y eso se aplica en todos los órdenes de la vida, desde la moda hasta la educación.
Encuesta Vanguardia
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