Apodos raros he conocido bastantes en mi vida. A una muchacha feíta le decían “La culpa”, porque nadie se la quería echar. A un antipático sujeto de muy baja estatura todos lo llamaban “El príncipe charro”, por no decirle el pinche chaparro. A cierta señorita entrada en años, pero aún apetecible, y muy virtuosa, se le conocía con el nombre de “La Cuauhtémoc”, porque se estaba quemando, pero ni así entregaba el tesoro.
El apodo que sirve de encabezado a este artículo, “El chilelisto”, se lo puso la gente del Potrero a un ranchero joven y de mala estrella. ¡Pobre infeliz! El infortunio lo seguía como la sombra al cuerpo. Todas las calamidades se abatían sobre él. Pertenecía a aquella especie de hombres que nacen condenados al fracaso. “Loosers” -perdedores- los llaman en el país del norte. Ésos desventurados que, dice una expresión muy popular, tienen suerte tan adversa que si compran un circo los enanos les crecen.
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Vivía el personaje de mi cuento, solo y su alma, en el rancho. Cierto día un vecino suyo mató marrano. En el Potrero se acostumbraba que cuando alguien mataba cochino compartía con todos la carne del animal, y algo de la manteca, los chicharrones y la sangre para hacer moronga. Se hacía eso porque no había medios de refrigeración, y aquello se podía echar a perder si el dueño del animal sacrificado lo conservaba todo para sí. De esa manera, la matanza de un marrano era acontecimiento comunitario del que todos se beneficiaban.
O casi todos. Mató el vecino su puerco. De inmediato el ranchero que digo, con la seguridad de que el hombre le regalaría un buen trozo de carne, se puso a moler el chile para adobar el guiso que prepararía.
Mas sucedió ¡oh desgracia! que el tal vecino dio carne a todo el rancho, menos a él. Hora tras hora esperó el infeliz, con el chile ya preparado, a que llegara su vecino con el anhelado obsequio. El dueño del marrano jamás se apareció. Cayó la noche, y casi muerto de hambre el ranchero tuvo que hacerse unos chilaquiles en vez del sabrosísimo guiso de marrano que se había prometido.
El suceso fue conocido al día siguiente en todo el pueblo: Fulano había molido chile para guisar la carne del marrano, pero la carne no llegó. Y comentaban todos, riéndose bajo capa:
-Se quedó con el chile listo.
Pasó algún tiempo. El ranchero se prendó de una linda muchacha del lugar. Se la pidió a su padre, y éste le concedió su mano, pues el pretendiente era dueño de muy buenas labores, tenía sus animalitos, y era además hombre de trabajo. Se fijó la fecha del casorio. Pero la muchacha estaba enamorada de otro galán, que la quería también. En la madrugada del día en que la boda iba a celebrarse huyeron los dos del rancho, y de ellos no se volvió a saber ya más.
De nuevo la gente comentó con risas:
-Otra vez Fulano se quedó con el chile listo.
De ahí el apodo que como pesada lápida cargaba aquel cuitado: el Chilelisto. Raro apodo ése, lo reconozco, pero no tan raro cuando se conocen su origen y su explicación.