El complot de las mujeres
Es peligroso querer mudar las cosas. Dios sabe por qué las hizo así. Un ejemplo: si hubiera querido que los humanos voláramos no habría permitido que fueran tan caros los boletos de avión.
En cierta ocasión las mujeres se rebelaron contra los sabios designios del Señor y pretendieron enmendar su obra. Cansadas de sufrir los dolores del parto se juntaron en asamblea y deliberaron entre sí. ¿Era justo, se preguntaron iracundas, que sólo ellas, y no también los hombres, sufrieran las acerbas penas que siente quien da a luz?
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Fueron, pues, en ruidosa caravana y pidieron hablar con el Creador. Éste, benévolo con todas sus criaturas −hasta con las jefas feministas−, las oyó. “Señor, −rugió la lideresa principal−: ¿cómo es posible que nada más las mujeres sintamos el dolor del parto? También los hombres deberían sufrir esa penalidad. Ellos engendraron a los hijos; son sus padres. ¿Por qué no padecen los mismos dolores que nosotras?”.
El Señor, como su nombre lo indica, es un señor. Y no hay señor que pueda resistir el enojo de una mujer, no digamos de todas. Con un suspiro, accedió a la petición. Cualquier cosa con tal de quitarse de encima aquel coro vociferante, más molesto aun que el monótono coro de los ángeles. Les dijo que sí, que estaba bien, que en adelante serían los hombres, y no ellas, los que sufrirían el dolor de dar a luz, pero que ya se fueran, por favor. Se retiraron las mujeres cantando un himno de victoria.
Lo primero que hicieron fue informar de aquel triunfo a sus maridos. Los hombres no les creyeron; pensaron que el Señor había hecho lo mismo que ellos: decir que sí a todo lo que les pedían sus mujeres, con tal de quitárselas de encima, y luego olvidar lo prometido. Se equivocaban: ese mismo día un hombre que estaba en la oficina lanzó de pronto un alarido horrible y luego cayó al suelo retorciéndose en convulsiones de dolor. Ahí en el suelo estuvo largas horas, gritando como un condenado, quejándose desgarradoramente. En esos momentos su esposa estaba dando a luz muy quitada de la pena, tanto que mientras su bebé salía al mundo ella jugaba al Candy Crush y comía chicharrines. Lo mismo empezó a suceder en todos los casos: las mujeres daban a luz casi sin darse cuenta, y mientras sus maridos eran presa de crudelísimos dolores.
Así fueron las cosas durante algún tiempo. Pero un buen día las mujeres se presentaron de nuevo ante el Señor y le pidieron que deshiciera lo hecho. Querían que todo volviera a ser como antes.
-¿Por qué dan marcha atrás? −les preguntó, sorprendido, el Hacedor.
-Por dos razones −contestaron las mujeres−. Desde que nuestros esposos empezaron a sentir los dolores del parto ya no quieren hacernos el amor. Y peor todavía: a veces damos a luz, y no es nuestro marido, sino otro hombre, el que siente los dolores.
Ya lo dije. Los designios del Señor son inescrutables. No tratemos de modificarlos.