El hijo de María

Opinión
/ 30 marzo 2024

En los primeros días de mayo de 1912 llegó a Múzquiz el general Lucio Blanco, gran soldado de la Revolución.

No sólo era Lucio Blanco hombre de gallarda apostura y varonil atractivo que hacía suspirar a las mujeres. Era también un caballero, dueño de vasta cultura y de agradable trato. Gustaba de la buena conversación y era amigo de bromas y de diversión.

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La Parroquia de Santa Rosa de Lima, en Múzquiz, estaba a cargo de un sacerdote francés. Cuando lo supo Lucio Blanco anunció su propósito de regalar al cura con una cencerrada, serenata bufa con concierto de disonantes maullidos, chifletas y otras burlas. Eso sería con motivo del Cinco de Mayo, fecha de la grandiosa victoria del ejército mexicano contra el invasor francés. El párroco supo de las aviesas intenciones del militar, llamó a sus feligresas y les dijo que si tal serenata se efectuaba él pediría su cambio a otra parroquia, por no estar acostumbrado a escarnios y ludibrios.

Las damas se alarmaron y decidieron ir en comisión a hablar con Lucio Blanco para disuadirlo de su idea. Lo encontraron en una nevería y le rogaron en tonos muy corteses que por favor no fuera a desvelar al padre, ya que éste sufría de frecuentes derrames de la bilis, y la ofensa lo podía enfermar.

—¿Y ustedes por qué vienen a pedir por él? —les preguntó con mucha afabilidad el general.

—Es que somos Hijas de María —le respondió Lola Múzquiz, que encabezaba aquella comisión.

—Yo también soy hijo de María —contestó el general.—Los hombres no pueden serlo —respondió la muchacha.

—Cómo no —respondió Lucio Blanco—. Yo soy hijo de María... Fuentes.

Ese era, en efecto, el nombre de su madre.

Caballeroso como era, Lucio Blanco obsequió el deseo de aquellas muchachas de Múzquiz. Les puso, como única condición para no molestar al señor cura, que le proporcionaran algunos libros qué leer. Consuelito lo llevó a su casa, para que viera la biblioteca de su padre, y de ahí se llevó Lucio los libros que le interesaron más.

—De Víctor Hugo no tomo nada porque todo lo he leído ya —dicen que dijo el general.

Lo que sí llevó, recordaban todavía algunos señores de Múzquiz que me contaron esto, fue una serie de obras de Dumas: “Los tres mosqueteros”; “Veinte años después”; “El Conde de Montecristo”; “El collar de la Reina” y alguna más. Dijo Lucio que con eso tenía para entretenerse un rato. Dos semanas después fue a devolver los libros. Los había leído ya, dijo a Consuelito, y explicó que dedicaba casi toda la noche a la lectura, pues necesitaba muy poco sueño.

De Lucio Blanco quedó el recuerdo de su pundonor y su caballerosidad. Quizá esas nobles cualidades las adquirió —o al menos las fortaleció— con la lectura de aquellos novelones de capa y espada en las cuales florecían las antiguas virtudes de una nobleza que desapareció.

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