Hace algunos años la ganadería coahuilense pasó por una grave crisis. Los ganaderos ya no ganaban nada: eran ahora perdederos, si cabe el término. En aquel tiempo cabía muy bien. Tenían ganado, sí; se veían las reses crasas y lucientes; pero los gringos cerraron la frontera y no había mercado nacional para los animales. Los ganaderos estaban desolados; miraban ya el espectro de la ruina.
Pero de pronto sucedió un milagro. Empezó a haber una súbita demanda de carne. Lo mismo de Saltillo que de Torreón, Monclova y Piedras Negras llegaban pedidos de ingentes cantidades. Por toneladas se vendían tibones, arracheras, costillas, agujas y sirlones. Nadie se explicaba la causa de aquel cambio en el mercado. A los más viejos criadores de ganado se les interrogaba. ¿Por qué aquella bonanza inesperada? ¿Por qué de pronto parecía que todos los coahuilenses estaban convertidos en voraces carnívoros?
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Eso de la mercadotecnia es ardua ciencia. Los consumidores son más difíciles de entender que los filósofos. Tomemos como ejemplo el de los fabricantes de cremas bronceadoras. De repente, en los años cuarenta, sus ventas subieron por las nubes. Si antes vendían un pomo de crema ahora vendían dos. Productores y vendedores estaban estupefactos. ¿Por qué se estaba vendiendo tanta crema? Respuesta: se habían puesto de moda los bikinis. La superficie descubierta del cuerpo femenino era ahora mayor; las mujeres necesitaban más crema.
Otro ejemplo. Los elaboradores de la cerveza Corona se sorprendieron con un inexplicable aumento de sus ventas en Estados Unidos. De la noche a la mañana sus exportaciones a ese país crecieron en forma espectacular. ¿Por qué los americanos estaban comprando tanta cerveza de esa marca? El producto era el mismo; el envase no había cambiado; ninguna campaña de publicidad se había hecho. Pero la cerveza Corona fue de pronto la cerveza extranjera de más venta en el país del norte.
Fue un historiador, no un economista ni un genio de la mercadotecnia, quien dio con el busilis del asunto. Resulta que hacía 20 o 30 años los estudiantes norteamericanos que venían a México e iban a las playas o sitios de recreo durante el spring break, o vacaciones de primavera, compraban todos cerveza Corona, que era la más barata. Creció esa generación, y aquellos estudiantes se volvieron los florecientes yuppies, jóvenes ejecutivos de fortuna. Por nostalgia volvieron a comprar aquella cerveza mexicana que les traía recuerdos de la juventud. Ellos la pusieron de moda entre la gente adinerada. Detalle adicional: cuando los señores de la Corona advirtieron que subían sus ventas en Estados Unidos, empezaron a enviar la cerveza en botellas nuevecitas, relucientes, y en cajas de lujo. Las protestas no se hicieron esperar: los compradores querían su cerveza en las mismas botellas desgastadas que habían conocido, con la etiqueta, impresa en la botella, casi borrada por el uso, en cajas de madera todas rotas. Para satisfacer esa demanda los productores tuvieron que mandar hacer botellas nuevas artificialmente envejecidas y cajas con apariencia también de ser antiguas.
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Pero no es de cremas ni de cerveza de lo que comencé a tratar, sino de carne. ¿Por qué en aquellos años empezó a venderse en Coahuila tanto ganado en pie o en canal? Sucedió que a cierto político que aspiraba a ser gobernador le dio por ofrecer carnes asadas para allegarse seguidores. “A la gorra no hay quien corra”, afirma un sapientísimo refrán. Y como cada día aquel señor hacía una carne asada −los sábados y los domingos dos− eso se volvió una jauja para los ganaderos, introductores de ganado, tablajeros, anexos y similares de Coahuila. Bendito sea Dios. Aquel político no realizó su sueño de ser gobernador −consiguió sólo que el ácido úrico le subiera a niveles de estratósfera−, pero salvó de la ruina a la ganadería coahuilense. Y eso no es poca cosa.