El poder de las emociones
Sin ellas resulta imposible entender no solamente las fuentes de nuestras acciones, sino la fuerza motivacional de nuestros valores fundamentales
Las emociones son enormemente poderosas. Experimentar con fuerza una emoción es encontrar profundidad en aquello que la desata. Es reconocer el equivalente a la percepción del volumen sin el cual nuestra realidad sería bidimensional, plana y superficial. Esta profundidad que ofrecen las emociones es eminentemente transformadora, dándonos la oportunidad de reconocer el misterio de la realidad. Pero el poder de las emociones radica no solamente en lo que nos hacen sentir, con todo lo profundo que esto pueda ser, sino también por su fuerza motivacional. Si algo distingue a las emociones es su capacidad para hacernos actuar. Son ellas las que nos impulsan a la acción con un poderío que va más allá de cualquier otro estado mental.
Para entender estas cualidades de las emociones conviene analizarlas, precisamente, contrastándolas con dos extremos de nuestra vida mental: por un lado, las sensaciones, como los dolores y los placeres, que comparten con las emociones el ser esencialmente objeto de nuestras experiencias; por otro lado, con los pensamientos, los cuales comparten con las emociones el que siempre son acerca de algo. Este contraste nos permite identificar a las emociones como estados mentales que existen a medio camino entre la inmediatez de las sensaciones y el carácter representacional de los pensamientos. Es así que, siendo al mismo tiempo sentidas y pensadas, las emociones son capaces de participar en las razones que tenemos para comprender y cambiar al mundo.
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Históricamente, las emociones han sido vistas con suspicacia o franco rechazo. Cuántas veces hemos escuchado la advertencia de que una vida exitosa implica el dominio de las emociones, siempre listas para arrojarnos al abismo del descontrol o al pantano del fracaso. Cuántas veces se nos ha dicho que nuestra vida mental es un conflicto entre la razón, vista como una fuente de claridad, y las emociones, consideradas como fuentes de oscuridad y ofuscamiento. Sin embargo, aunque las emociones pueden efectivamente cegarnos, las más de las veces esta lucha, entre la razón y la emoción o entre el control racional y el descontrol emocional, no sólo es un mito, sino algo desencaminado.
Desde las neurociencias hasta la filosofía, pasando por la psicología y las ciencias cognitivas, el tradicional combate entre la razón y las emociones ha sido rechazado o adjetivado de tal manera que hoy esta idea se halla completamente desacreditada. Ahora entendemos cómo la contribución de estructuras cerebrales supuestamente primitivas, como la amígdala y el hipocampo, resultan cruciales en el uso de la razón deliberativa, presumiblemente alojada en la corteza cerebral. Del mismo modo, hemos puesto al descubierto la inmensa contribución de las emociones en la toma racional de decisiones. Y más cercano a la esfera en la que se mueve quien esto escribe, ahora más que nunca y después de siglos de filosofar sobre el papel de las emociones, hemos llegado a aceptar que sin ellas resulta imposible entender no solamente las fuentes de nuestras acciones, sino la fuerza motivacional de nuestros valores fundamentales.
Pero no necesitamos de las autoridades en la materia para revelar lo que a cualquier humano le es evidente, esto es, la importancia que las emociones tienen en nuestras vidas. Una lista de algunas emociones es más que suficiente para recordarnos esa extraordinaria y exuberante realidad mental que ellas nos ofrecen. Pensemos en emociones como: la sorpresa, la alegría, la tristeza, el miedo, la ira, el amor, la envidia, los celos, la vergüenza, la culpa, el orgullo, la gratitud, la esperanza, el asombro, la ansiedad, la nostalgia, la melancolía, la euforia, la frustración, la decepción, el desasosiego, la admiración, la compasión, la empatía, la ternura, la soledad, el perdón o el alivio. Cada una de estas emociones es una puerta a un escenario o paisaje mental cuyo horizonte es igualmente rico y complejo.
Más aún, la gran mayoría de las emociones nos hermana con otras personas, desde haber sido ellas la fuente y objeto de estas emociones hasta saber que existen otros que también las sienten. Es en esta comunidad de seres capaces de experimentar emociones en donde hallamos nuestra verdadera humanidad. Es lo que nos permite decir que no estamos solos: dándonos cuenta de que otros también sienten lo que sentimos y que, por ello mismo, compartimos la misma realidad. Todavía más, es reconocer que, debido a esa realidad emocional compartida, los respetamos, precisamente porque sabemos lo que están sintiendo.
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En este sentido, la idea a veces tan recurrida de que nadie nos entiende porque no saben lo que estamos sintiendo es uno de los errores morales más serios que hemos concebido. Nos encierra en una fortaleza ilusoria, en la que solamente nosotros, o los miembros de nuestra pequeña y mezquina cofradía emocional, somos supuestamente capaces de entendernos. Nada más alejado de la realidad. La historia de la humanidad, la de sus grandes logros y tragedias, la que cotidianamente vivimos con nuestros triunfos y derrotas particulares, desmiente esa insularidad emocional.
Para regresar al poder de las emociones, podemos concluir parafraseando lo que tantas veces se ha dicho de un modo u otro: nunca deberíamos subestimar a las emociones.