Por haberse tratado de un episodio meramente local, no dejó de sorprender que el país entero haya seguido puntualmente, con morbosa curiosidad y azoro, el grotesco sainete protagonizado por el gobernador de Nuevo León, Samuel García, el pasado fin de semana.
A nadie medianamente informado escapa que esa comedia bufa formó parte de una truculencia mayor, ideada como estrategia para restar votos a la oposición en la elección presidencial del año entrante. Tampoco se requiere demasiada perspicacia para entender que el principal instigador de tal maniobra no pudo haber sido otro que el propio Presidente de la República, temeroso como debe estar de que su candidata sea derrotada. Se trató, pues, de una evidente operación de intentona de esquirolaje.
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Haber frustrado esa maquinación puede llegar a ser tan importante como ganar o perder la presidencia de la República en 2024. Así, literalmente, de ese tamaño.
Carlos Castillo Peraza hizo referencia en varias ocasiones a lo que él llamó “la cultura del mural”. El concepto lo acuñó al notar que el muralismo mexicano es de un maniqueísmo insufrible.
En efecto, como cualquiera fácilmente lo puede comprobar, a varios de los más renombrados representantes del movimiento muralista mexicano les dio por pintar, de un lado, con rasgos grotescos, a los malvados de nuestra historia y, del otro, con formas angelicales, a los buenos de esta película de cinco siglos de historia.
Los primeros son –o fueron– malvados siempre y por definición, y los segundos buenos en grado superlativo e inmaculados, también por definición. Demonios y santos, malos y buenos, tuertos y derechos, siempre y a lo largo de toda su vida y desde luego en su participación en la vida pública de México. Mayor maniqueísmo será difícil de encontrar.
La “cultura del mural” se alimenta de la “subcultura del cliché” (concepto que ya no pertenece a Carlos Castillo), es decir, la que define oficialmente cuál es la verdad inapelable, impuesta de manera dogmática, acerca de cada acontecimiento histórico. Acontecimiento en el cual, de acuerdo con el respectivo cliché según la interpretación oficial, participaron de un lado los buenos y del otro los malos. Los primeros en los épicos y gloriosos; los segundos en las derrotas, los abusos, las componendas y las traiciones. Así, el episodio que nos ocupa podrá ser conocido como “el sábado trágico”, quizá como “el domingo doloroso” o acaso como “el fin de semana triste”.
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Con curiosidad no malsana, me pregunto cómo será que algún pintor famoso, muralista del futuro, plasmará en la monumental obra pictórica descriptiva de la marcha histórica del lopezobradorismo a los héroes de esta singular epopeya del pasado fin de semana, es decir, a López Obrador, a Samuel y a Mariana. Y cómo pintará a los villanos y malvados que a través de ese episodio la frustraron, según todo parece indicar. Porque el maniqueísmo es capaz de eso y más. Aun en las derrotas.