El Salvador: Nayib Bukele se afianza en el poder

Opinión
/ 5 febrero 2024

Nayib Bukele, presidente de El Salvador, ganó ayer su reelección de manera aplastante. Al principio de su carrera política, Bukele supo aprovechar el hartazgo con la persistente corrupción de ARENA y el FMLN, los dos partidos tradicionales salvadoreños. Con el tiempo, Bukele dio un viraje polémico y políticamente astuto, que le ha ganado un calibre de reconocimiento y poder sin precedentes en la historia moderna centroamericana. Bukele entendió que el principal problema de su país era la brutal inseguridad, que en buena parte del país había hecho imposible la vida cotidiana. Las pandillas salvadoreñas se habían apoderado de las calles a tal grado y con tal impunidad que la vida para buena parte de los salvadoreños era ya imposible. El Salvador se había vuelto un Estado tomado.

Bukele planteó la coyuntura como una oportunidad para poner a prueba, primero, los alcances de una política punitiva sin precedentes y, segundo, los límites de su propio poder.

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En los últimos dos años, Bukele ha sometido a El Salvador a un estado de excepción cuyo objetivo ha sido, de acuerdo con el propio presidente salvadoreño, acabar con el dominio sangriento de las pandillas. Para lograrlo, Bukele ha detenido a 75 mil salvadoreños. Su maquinaria punitiva ha arrasado con un número considerable de inocentes. Hace unos meses, Bukele inauguró una enorme prisión para miles de “terroristas” que el gobierno mantiene detenidos en condiciones que, de acuerdo con distintas organizaciones de derechos humanos, son reprobables y, en algunos casos, infrahumanas. Para Bukele, esa crueldad es el mensaje: ha hecho de la brutalidad contra los detenidos una herramienta propagandística muy eficaz. No es casualidad que las imágenes de cientos de hombres amarrados e hincados semidesnudos hayan dado la vuelta al mundo. El mensaje de Bukele ha sido claro: esto es lo que les ocurre a los pandilleros en El Salvador. De nuevo: la crueldad es el mensaje.

Y ha dado resultados. En los últimos años, las cifras de homicidios en el país han disminuido dramáticamente. Otras cifras de delitos han caído también, lo mismo que la migración salvadoreña. Es irrefutable que, con Bukele, El Salvador se ha vuelto un país más pacífico.

A todo esto, los salvadoreños han respondido con gran entusiasmo. Hartos de ser agredidos, vejados, extorsionados, violados, expulsados o asesinados por los pandilleros, parecen preferir a un caudillo justiciero que viola con impunidad los derechos humanos que vivir bajo amenaza. “No se meta con nuestro presidente Bukele”, me advirtió hace un par de años un ciudadano salvadoreño en el sur de California después de escuchar mi crítica a los excesos autoritarios del bukelismo. “Nuestro presidente está haciendo mucho para limpiar nuestro país. Lo queremos mucho. No se le olvide”.

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Bukele ha sabido aprovechar ese cariño –que se acerca a la devoción– para incrementar su propio poder. Con el pretexto del fin de la violencia y la excusa de los abusos corruptos del pasado, maniobró hasta garantizarse un camino a la reelección inmediata, descartada por la Constitución salvadoreña. Eso es sólo la punta del iceberg. Para Bukele se ha vuelto costumbre el desprecio de la democracia. Desde su llegada al poder, Bukele ha minado la independencia de las instituciones salvadoreñas, ha atacado a la prensa de manera flagrante y agresiva y ha inclinado la balanza electoral hacia su causa y la de su partido, Nuevas Ideas. La concentración de poder en la persona del presidente es tan indiscutible como la disminución de violencia en El Salvador.

Esa es la naturaleza del pacto fáustico que el pueblo salvadoreño reafirmó ayer: si hay que escoger entre respetar las normas democráticas, la prensa libre y el andamiaje institucional y democrático o conceder la concentración casi absoluta de poder en una sola persona que garantiza la mínima seguridad, la respuesta está clara. El hastío y el dolor del pueblo salvadoreño le abrieron la puerta a Nayib Bukele. Bukele supo interpretarlo y dar resultados. Tiene sólo 42 años. Su destino y el de su país serán, sin duda, una de las historias centrales del siglo en la región. Bien vale la pena aprender sus lecciones.

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