Para algunos no afines al oficialismo no parece un exceso calificar el proceso electoral en curso como una elección de Estado; caso singular el de Lorenzo Córdova. En un encuentro reciente en Latinus precisó que había piso disparejo, pero que no le parecía fuera una elección de Estado. Héctor Aguilar Camín reviró con comedimiento; Córdova merece respeto y reconocimiento, sin embargo, en esta ocasión está equivocado.
En primer término, no hay elección conocida donde haya piso parejo. En todas, de alguna o de otra forma, hay desigualdad entre los contendientes. Mucho tiene que ver con los factores que inciden en la elección, como la cobertura mediática, la opinión de expertos y los recursos propios y de asociados. La diferencia ocurre cuando la desigualdad deriva de prácticas ilegales, especialmente el apoyo del gobierno a su candidato, respaldo que se da de muchas maneras: financiamiento oficial, uso de empleados del gobierno, acceso a información privilegiada y muchos etcéteras.
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La transición democrática inició con el acceso a la Cámara de Diputados de la pluralidad. El segundo impulso sucedió en la reforma de 1990 con elecciones confiables; la creación del IFE y modernización de las instituciones y prácticas electorales, entre otras, el padrón electoral. El tercer momento fue el de la equidad en la contienda, confiabilidad de la justicia electoral, extender los derechos político-electorales a los habitantes de la Ciudad de México y la independencia plena del IFE y del Tribunal del gobierno.
La equidad electoral implicó la imparcialidad de las autoridades en el proceso electoral, además del acceso de todas las fuerzas políticas a los medios de comunicación y al financiamiento público, particularmente. Cabe destacar el artículo 134 de la Constitución, que mandata la imparcialidad de todas las autoridades. La elección no les concierne más allá de crear las condiciones para la participación electoral y, desde luego, de proveer seguridad pública para que puedan instalarse las casillas, los ciudadanos expresen con libertad su sufragio y, en su momento, asegurar el traslado de los paquetes electorales.
Es evidente, pública y notoria la inequidad en la elección. Es un caso de ilegalidad extrema que configura no sólo el piso disparejo al que alude Lorenzo, sino a un caso de mayor gravedad: el uso de las instituciones del Estado para influir en el resultado electoral, empezando por la conducta del jefe de Estado mexicano.
Las pruebas que documentan una elección de Estado se repiten día a día. Desde el momento mismo en que López Obrador convocó a los principales aspirantes y a los mandatarios locales afines, después de la elección del Estado de México, y les dio a conocer las reglas para la selección del candidato presidencial. Una infracción a la ley no sólo por desentenderse de los tiempos de precampaña, sino porque el jefe de Estado se asumía como líder del partido, coordinador del proceso interno y juez supremo de la contienda para selección de candidatos de la coalición oficial.
La ilegalidad fue reiterada. La denuncia de Marcelo Ebrard lo revela. La inicial irrupción de la aspirante opositora, Xóchitl Gálvez, fue obstruida con la ofensiva verbal del Presidente con todos los recursos mediáticos y políticos a su alcance; también se utilizó a las entidades de Estado, como la información de la UIF, del SAT y a instituciones del aparato de inteligencia oficial. Información personal de Xóchitl Gálvez protegida por la ley y sancionada por la justicia penal fue divulgada por López Obrador.
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Lo acontecido la semana pasada reitera que hay una elección de Estado. En el marco de sus iniciativas de reforma a la Constitución, el Presidente no se refiere a los legisladores para argumentar sus proyectos, sino abierta y sin rubor alguno señala que es para que se vote a favor del oficialismo y en contra de la oposición. Además, lo hace en un momento en que los candidatos no pueden hacer campaña.
El tema de una elección de Estado también pasa por la colonización del INE. La consejera presidenta es omisa en cuanto al abierto proselitismo del presidente López Obrador y también en su elusiva respuesta a la amenaza del crimen organizado en la elección, hecho evidente y denunciado por magistrados del Tribunal Electoral. La mejor prueba es el silencio ante la ilegal campaña del presidente de la República a favor de su causa y en contra de la oposición.