Malas palabras muy buenas
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Tengo a mucha honra pertenecer a la Academia Alvaradeña de la Lengua. El diploma donde consta mi ingreso a esa ilustre corporación está firmado de propia mano por Salvador Novo, Camilo José Cela y Armando Jiménez, de Piedras Negras, autor de “Picardía Mexicana”, el libro que más ediciones ha tenido en México.
Dicha agrupación la integran escritores que usan en sus textos el habla popular con toda su carga de genio e ingenio; palabras de esas a las que algunos llaman “malas”, pero que son tan buenas como las otras, y en ocasiones aún más útiles. La dicha Academia lleva el calificativo de “Alvaradeña” porque ya se sabe que en Alvarado, Veracruz, es donde tales palabras tienen mayor uso.
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Se cuenta que al consulado mexicano de cierta ciudad de Europa llegó un sujeto y declaró que le habían robado la cartera. Necesitaba dinero para volver a México.
-Pregúntale de dónde es −le pidió el cónsul a su secretaria.
-Dice que es de Alvarado −respondió ella−, pero no tiene tipo de veracruzano.
-Dile que no hay dinero.
A poco volvió la muchacha.
-¿Qué dijo el hombre? −le preguntó el cónsul.
-Entre otras muchas cosas dijo que vaya usted a chingar a su madre.
-Dale el dinero –ordenó el funcionario−. Es de Alvarado.
En cierta ocasión asistí en Alvarado a un singular concurso de maldiciones. Los participantes eran pericos cuyos dueños los entrenaban para decir el riquísimo catálogo de dicterios con que cuenta el idioma nacional. La ganadora fue una cotorrita que recitó, una tras otra, 32 maldiciones, desde “pendejo” −vocablo que pronunciaba “pindeho”− hasta aquella de la madre, con todas sus variaciones. Inteligente pájara, no cabe duda. Si se pudiera cruzaría yo a esa periquita con un palomo mensajero. ¡Qué buenos recados mandaría yo a cierta gente que me sé!
En Alvarado la expresión “hijo de puta” se usa con toda naturalidad, y no tiene carácter ofensivo. Se dice allá “un hijo e’ puta” como decimos acá “un fulano”. Me cuenta un buen amigo que en la plaza principal de Alvarado un joven le pidió a un bolerito que le lustrara el calzado. Al terminar la operación el muchacho le dijo al chiquillo que el dinero se lo pagaría su mamá, una señora que estaba en otra banca.
Fue el chamaco y le preguntó a la mujer:
-Oiga, seño: ¿usté es la mamá de aquel hijo de puta?
La expresión “hideputa” es de rancia estirpe castellana. Recuerdo un par de versos en una comedia de Juan del Encina –no de la Encina−, versos de vituperio y maldición: “... ¡Hideputa avillanado, / grosero, lanudo, brusco!...”. Cervantes afirmaba que ese término era tan de uso común que no debía vedarse. Aun a veces, declaró por boca de Sancho, esa palabra sirve para expresar admiración: “¡Hideputa, y qué bien combate!”.
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La verdad es que no hay “malas palabras”. Toda palabra por el sólo hecho de existir es buena. Una señorita soltera se quejó con el dueño de la farmacia: su dependiente había sido grosero con ella.
-No fui grosero −se defendió el muchacho−. La dama me preguntó dónde debía ponerse el supositorio, y yo lo único que hice fue decírselo.