Entre el souvenir y la artesanía
Las artesanías son expresiones vivas de la cultura; objetos únicos en los que la tradición, la historia y la sensibilidad del creador se hacen materia
Como ya he contado en otras ocasiones, soy un viajero al que le gusta improvisar. No es extraño que, por lo mismo, me pierda algunos de los principales destinos turísticos de las ciudades que visito. En contadas ocasiones mi itinerario ha estado marcado por los “imperdibles” del lugar. Lo habitual es que tome un rumbo y camine, y si en el trayecto aparece ese sitio que todos los turistas visitan, bienvenido sea. Pero si no, no me importa. Prefiero conocer aquello que muy pocos visitantes descubren.
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Sin embargo, hay algo que nunca perdono, sin importar el país o la ciudad: los lugares donde pueda ver y adquirir artesanías. Aquí la distinción es fundamental: una artesanía no es un souvenir. Los souvenirs están por todos lados, en cada ciudad, y son prácticamente los mismos: llaveros, campanitas, cucharitas y otros artefactos fabricados en serie –casi siempre en China– que sólo cambian en lo superficial. Las artesanías, en cambio, son expresiones vivas de la cultura; objetos únicos en los que la tradición, la historia y la sensibilidad del creador se hacen materia.
En los países occidentales, sobre todo en Europa y Estados Unidos, encontrar artesanías auténticas puede ser una tarea imposible. Uno está casi condenado a llevarse un souvenir si no quiere regresar a casa con las manos vacías. En cambio, viajar por América Latina –México incluido– sigue siendo una oportunidad maravillosa para admirar el trabajo artesanal, para sorprenderse con la paciencia y la creatividad de quienes mantienen viva esa herencia. Cuando descubro un mercado de artesanías en mi camino, sé de inmediato que pasaré largas horas admirando, preguntando y, claro, comprando algo pequeño: lo que me parezca más especial y fácil de transportar, pues viajo ligero.
Las artesanías que compro no son para mí, sino para dejar en casa de mi hermano mayor y mi mamá, que viven juntos. A lo largo de los años, he llevado esos pequeños tesoros desde distintos puntos del mundo, y algunos rincones de su hogar parecen ya un museo de mis viajes. Me cuesta mucho trabajo elegir una favorita: todas las he comprado con emociones similares, pensando en la admiración que causarán en mi madre y en el ritual con que ella decidirá el lugar donde habrán de permanecer.
En todo ese ciclo –desde la concepción del objeto por el artesano hasta el cuidado que mi madre pone al limpiarlo– hay un acto amoroso. Por eso lamento que, cada vez más, el reino del souvenir se imponga sobre el del arte manual. Y me entristece ver a la gente regateando el trabajo del artesano, sin comprender que no se trata de una mercancía cualquiera, sino del fruto de unas manos que están directamente conectadas con su corazón, con su cultura y con su tierra.