¡Es terrorismo! Desafía la narcoviolencia al Estado
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Parece que las ciencias sociales han tenido algunas dificultades para consensuar una definición de “terrorismo”.
Tampoco abona el hecho de que, dada la enorme carga emocional de la palabra, se utilice muchas veces a la ligera con fines políticos. No olvidemos que el populismo consiste en explotar precisamente la parte más visceral del electorado, sobre todo aquello relacionado con sus peores miedos.
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Trump y algunos otros republicanos ultraconservadores han metido al narco mexicano a su arenga proselitista, calificando a los cárteles como organizaciones terroristas a las que los nobles Estados Unidos tienen la obligación de combatir, derrotar y anular.
Creo honestamente que no pasa de ser puro discurso y politiquería electorera. Y si por casualidad algún grupo político busca realmente catalogar a nuestros vernáculos cárteles como organizaciones terroristas, está mayormente motivado por la rentable industria que una eventual lucha armada en contra del narco mexicano representaría.
Evidentemente, al Gobierno mexicano siempre le ha parecido que tal etiqueta es una exageración, ya que la actividad delictiva que padecemos no ameritaría tan estigmatizante categoría.
“Son buenos muchachos, nomás que están mal orientados”, habría justificado nuestro apologético cabecita blanca, no sin agregar: “También son pueblo”.
Y es que a ningún régimen o gobernante le gusta que le digan que su casa es un cagadero sin orden y sin ley. Pero como limpiar el desastre requiere un esfuerzo inimaginable, lo que le sigue en orden de pragmatismo es negar por completo tal desastre.
Desde luego que la sociedad gringa también padece y ha padecido el azote de diferentes drogas a lo largo de las décadas, siendo especialmente mortal la presente crisis de fentanilo. Es una catástrofe social y ello no puede minimizarse.
Nuestros vecinos del norte han resentido incluso los brotes de violencia asociados a este fenómeno, pero dudo que hayan padecido una crisis de ingobernabilidad como la que actualmente sufren varios estados de nuestro País.
Pero del puñado de entidades que actualmente tienen encendidos los focos rojos, ya sea por su tasa delictiva o de muertes dolosas, son Guerrero y Sinaloa las que pueden considerarse como estados fallidos, en los que sus autoridades (comenzando por sus respectivos titulares del Ejecutivo) brillan por su ausencia y las fuerzas del orden son totalmente incapaces de restablecer la paz para que sus habitantes puedan hacer algo parecido a una vida normal.
Lejos de pacificar, el Ejército-Guardia Nacional (como si fueran entidades distinguibles) ha sido responsable de la muerte de civiles inocentes y de catástrofes retóricas, como aquella desafortunadísima declaración de mi general Leana Ojeda, quien afirmó que la seguridad en Sinaloa no dependía de ellos (de las fuerzas del orden), sino de que las bandas en disputa, Chapitos y Mayitos, terminaran de dirimir sus diferencias a punta de cuernos de chivo y bazucazos.
¡Ah, vaya!
Cuando al entonces presidente, López Obrador, se le preguntó respecto a la situación en Sinaloa, hizo gala de sus dos especialidades: Hacerse pendejo y echarle la culpa a alguien más.
¿Cómo se hizo? Asegurando que lo de Sinaloa no era nada: “¡Deberían de ver el desmadre que nos traemos en Guanajuato!”. Obvio, no lo dijo así, pero es lo que se infiere de su respuesta, desde que el combate al crimen organizado es tarea federal y es Guanajuato una de las 32 entidades a las que la estrategia nacional debería dar hipotética cobertura... aunque la gobierne la oposición.
¿A quién culpó? Al Gobierno de los Estados Unidos, por tener la osadía de aprehender a uno de los criminales ¡más buscados del planeta! “También qué puntadas la de venir a patear el avispero, con lo que nos ha costado tener a los narcos contentos”. Otra frase que AMLO nunca dijo, pero se deduce de lo que afirmó.
Pero fue el fallido estado de Guerrero el que le dio al relevo (¿la “releva”?) del Licenciado Tlatoani, la más hórrida postal de bienvenida al cargo luego de asumir como la primera mujer Presidente de México a principio de mes.
Es hasta doloroso dar detalles (de allí que me asombre aún más la displicencia con que minimizan el asunto en las conferencias matutinas): El recién nombrado alcalde de la capital guerrerense, Alejandro Arcos Catalán, muerto y decapitado, abandonado en un vehículo; con su cabeza expuesta sobre el techo del auto y su cuerpo sentado en el asiento del copiloto.
No sé ya si entre narcocorridos y series chafas sobre capos de la droga hemos terminado por anestesiar para siempre nuestra capacidad de asombro, pero a mí todavía me parece la de este homicidio una de las imágenes más horripilantes del cuatri transformado México actual.
¿Cobra alguna relevancia especial el que se trate del alcalde de Chilpancingo?
Sin duda. Aunque a lo largo de todo el siglo 21 el narco nos ha regalado las más perturbadoras y sangrientas instantáneas, en las que hemos podido apreciar efectivamente su evolución de bandas criminales simples a verdaderos emisarios del terror, el hecho de que se trate de un funcionario electo de cierta relevancia resulta algo revelador, preocupante, desmoralizador, sintomático.
La ejecución y oprobiosa exhibición del cuerpo de Arcos Catalán tiene por desgracia una lectura que ningún Gobierno de ningún orden se atreverá siquiera a murmurar.
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Es el crimen organizado gritándonos cómo se encuentra muy, pero muy, muy por encima del Estado mexicano y del Estado de derecho, totalmente fuera de la órbita de la justicia; ajeno por completo a la ley de los hombres y al pacto social que nos hace seres civilizados.
Es el C.O. cagándose en México, en sus instituciones, en sus ciudadanos, en sus Leyes, en sus Gobiernos y sus gobernantes (incluida desde luego la doctora Sheinbaum, nuestra “flamanta presidenta”).
Es un mensaje para sembrar el temor en el corazón de todos los que por desgracia o por fortuna nacimos mexicanos y decir: “Si eso le pasa a un representante del gobierno, ¿a merced de qué voluntad me encuentro yo y mi familia, mis amigos y toda la gente buena y decente que conozco?”.
Se seguirá debatiendo durante mucho tiempo... Y seguirán haciéndose los estúpidos durante décadas antes que admitir el nivel de descomposición al que hemos llegado con la ayuda y omisión de nuestros gobiernos.
¡Síganlo discutiendo! Para mí esto que hemos atestiguado y millones están padeciendo, es terrorismo sin más.