Estampas de la vida en Saltillo. Hace 140 años entre gobiernos porfiristas
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En los años 1882 y 1883, Saltillo vivió dos acontecimientos extraordinarios que agitaron la tranquila vida de sus escasos habitantes.
En las postrimerías del siglo 19, la vida en Saltillo transcurría tranquilamente, apenas interrumpida su monotonía por las luchas políticas entre quienes buscaban el poder en cualesquiera de sus niveles. Los habitantes de Saltillo se ocupaban primordialmente en la agricultura. En las extensas huertas de la ciudad, situadas la mayoría en el lado poniente, donde se habían asentado los tlaxcaltecas, se cultivaban los exquisitos perones, los olorosos membrillos, los higos mulatos, las peras, los duraznos, los chabacanos, los pequeños tejocotes rojos...
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Se desempeñaban oficios como la herrería, la platería, la talabartería y la sastrería, y el pueblo en general ejercía diversas ocupaciones, desde la del aguador a la del curandero, de tal manera que las necesidades mínimas de los saltillenses se cubrían localmente. La industria principal consistía en algunas fábricas de hilados y tejidos y un molino de harina, “El Fénix”, fundado por esos años. Se fabricaba calzado, rebozos, alfombras, muebles de imitación vienesa y fuertes carruajes. Muchas familias se dedicaban a la elaboración de pan de pulque y dulces caseros, y al proceso de separar la cera de la miel de abeja que vendían en las boticas.
El 25 de noviembre de 1882, un acontecimiento vino a romper esa monotonía cotidiana: la llegada de la ilustre cantante de ópera, Ángela Peralta, conocida mundialmente como “El Ruiseñor Mexicano”. Venía acompañada de sus músicos a ofrecer un concierto a los saltillenses. Un numeroso grupo de ciudadanos, encabezado por las autoridades y los representantes de las diferentes corporaciones y grupos locales, había salido a recibirla a tres cuartos de milla rumbo al camino de San Luis Potosí. El grupo lo formaban algunas damas, los delegados representantes de los estudiantes del Ateneo, de los miembros de la Sociedad Juan Antonio de la Fuente, y los enviados de diversas sociedades como la Masónica, los Filarmónicos, la Prensa, la Mutualista y otras. El resto de la población se amontonó en las calles, haciendo valla para vitorear la entrada de la diva. La ciudad la saludó echando a vuelo las campanas de las iglesias, mientras el 9º Regimiento de Caballería y otras bandas de música, amenizaban la fiesta en la Plaza de Armas, que se prolongó hasta las doce de la noche.
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Meses después, durante las fiestas de la Independencia, en septiembre de 1883, volvieron a repicar las campanas, esta vez acompañadas de sonoros cañonazos, para anunciar la llegada del ferrocarril a Saltillo. La añorada “máquina extranjera”, “El heraldo del progreso”, hacía su entrada triunfal a Saltillo, con lo que la ciudad quedaba enlazada a nuevos horizontes por los caminos de hierro.
Esos dos temas dominaron por largo tiempo las pláticas de sobremesa, en los corrillos de las boticas y trastiendas, en las tertulias de las familias y, en general, en cualquier lugar en que la gente se reunía.
Uno de los lugares preferidos para hacerlo era la plaza de San Francisco, frente a la cual se encontraba la iglesia del mismo nombre, la Botica de Guadalupe y el edificio antiguo del Ateneo. La gente paseaba por la placita a cualquier hora. Los estudiantes se reunían en los corredores durante las mañanas antes de la entrada a las clases, a las que llamaba, desde la puerta, el sonoro bronce de la campana que tocaba Chepito el portero. En las tardes, después de las clases, los muchachos se ponían a jugar naipes o albures y armaban tremenda algarabía. Los adultos se reunían a platicar, sobre todo, los días de serenata con la Banda Municipal. En los jardines de la placita había hermosos rosales y las violetas crecían en los arriates de los árboles. Las bellas muchachas saltillenses también asistían con sus familias a las serenatas.
Dos años después llegaría el coronel porfirista Garza Galán a gobernar Coahuila.