Estampas saltillenses
Tengo 27 años de vivir en Saltillo, ciudad que amo de manera entrañable por distintas razones, pero de manera puntual porque esta bendita tierra alumbró y cobijó el nacimiento de mis tres hijos.
No obstante, mis raíces están sembradas en el corazón de Torreón y en el alma de San Pedro (el real, no el fake u “onapafo” de Garza García, Nuevo León).
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Por ello me precio de ser un híbrido lagunero-saltillense, aunque juntar ambas culturas resulte en un “silencio atronador”. Mi capacidad de asombro nunca descansa ante las complejidades fascinantes de ambas culturas que se repelen y atraen a la vez.
Lo confieso, mis neuronas sufrieron −agotadas− para lograr la sinapsis adecuada y que mi sistema nervioso encontrara su centro en el mero chakra del tercer ojo, ubicado en mi entrecejo.
Porque no es fácil comprender la coexistencia de un amor cortesano por las formas colectivas con una actitud rebelde por romperlas de manera individualista y, muchas veces sin propósito claro. O, la muestra amorosa sin cortapisas, por Saltillo sin tintes regionalistas con un comportamiento seco e indiferente ante un Torreón que lleva el regionalismo al extremo de considerarse la entidad 33 del país.
Mi hibridez va más allá de un hecho: no cuento, todavía, con el pasaporte saltillense. Lo cual, no me preocupa, porque mi identificación con esta ciudad va más allá de toda burocracia que por lo común posee la rara habilidad de congelar la libertad y petrificar el alma.
Recuerdo una reunión en la cual comenté este hecho de forma involuntaria y un joven político −poseedor de una inteligencia preocupante− me respondió de botepronto: “...de qué se preocupa usted, mi apreciado amigo, si usted ya tiene las llaves de nuestra ciudad”. Su agudeza me sorprendió de tal manera que de inmediato palpé las bolsas de mi saco para cerciorarme que las únicas llaves que poseo −con las del paraíso, claro−, que son las de mi casa, estuvieran ahí.
Cerré esté incómodo episodio con una sonrisa que hubiese envidiado un diplomático norcoreano sentado en la mesa de negociaciones para detener los misiles de los 12 acorazados USS-Nueva Jersey (BB-62) que están apuntando desde el Mar Amarillo hacia la residencia del dictador Kim Jong-un, ubicada en el distrito de Ryongsong.
Un hecho reciente ocurrido en Saltillo, alucinó mi capacidad de asombro; un joven madurón, al punto etílico, golpeó a un madurón joven, en igual estatus etílico, en la terraza del Campestre de Saltillo. El video, de tan desigual encuentro, al minuto se hizo viral en redes sociales.
Los cibernatuas no socios del Campestre, finos y amables como es su costumbre, pero bien atizados por la polarización del país, dieron vuelo a sus resentimientos de clase más profundos y, por tanto, inconfesables.
Sus comentarios no ausentes de sarcasmo apuntaban en una dirección: ¿Dónde quedó el Campestre? ¿Cuándo dejó de ser el espacio de encuentro de la élite económica y política saltillense que habría de reflejar −en un sentido sociológico− su papel como guardián de los buenos usos y mejores costumbres?
Sin rascarle el tema para demostrar, en varios casos, lo contrario, los directivos del Campestre suspendieron por tres meses a los borrachos rijosos y un año a la persona que hizo el video.
¿Qué hubiese sucedido si el lamentable hecho no hubiese sido filmado? ¿Habrían dicho los directivos y socios, “lo que ocurre en el Campestre, queda en el Campestre”?
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Finalmente, los directivos optaron por castigar a la persona que filmó el video y que puso en duda la reputación de tan exclusivo recinto. ¿La razón? Esta persona puso en grave riesgo el precio de las acciones que está al alza por las remodelaciones que ha realizado la directiva en la terraza, la alberca y el gimnasio.
Claro, la única culpable fue ella; no los etílicos rijosos, menos la directiva del Campestre.
En mi tierra también se cuecen habas que nutren mi capacidad de asombro. Regresaré. Al tiempo.