Estos eran tres hermanos... los Aguirre Sanmiguel de Saltillo
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Ayúdenme por favor a recordar. Ya soy como la señora que decía:
-Tengo un pretendiente alemán que no me deja en paz. Se llama Alzheimer.
Ayúdenme a recordar a aquellos tres hermanos que llegaron un día a Saltillo y se inscribieron en la secundaria de la Normal. Dos de ellos eran gemelos idénticos, tan iguales entre sí que batallábamos mucho para distinguirlos. Mayores que nosotros −lo demostraba el profuso bigote rojizo que portaban− les decíamos “los cuates Aguirre”, y así les decían también los profesores. Uno de ellos se llamaba Tomás. Me acuerdo de su nombre porque don Leandro Covarrubias, el profesor de Geografía, le preguntaba siempre:
-¿Qué tomas, Tomás?
El nombre del otro era Manuel, aunque de esto no tengo certidumbre.
Lo que no se me olvida es que ambos eran notabilísimos artistas, a más de excelentes personas y muy buenos amigos. Tallaban en hueso pequeñas figuras que labraban con rudimentarias herramientas: navajas, punzones, pedazos de sierra rota... Aquellas tallas eran realmente hermosas, y asombraban por su rara perfección. Los juveniles Berninis hacían figuras de animales −caballos, perros, venados−; efigies de hombres y de mujeres en poses de estatuas griegas; y de sus manos salían también diminutas imágenes de santos y de vírgenes que regalaban luego a sus compañeras. Una vez hicieron una Última Cena que no parecía tallada en hueso, sino en albísimo marfil. Geniales tallistas en verdad eran los cuates Aguirre Sanmiguel.
Pero otras artes tenían a más de esa. Uno de los dos era supereminente jugador de carambola. No así su hermano, que apenas acertaba a pegarle a la bola con el taco. El maleta iba a algún billar de barriada y desafiaba a los jugadores a jugar por dinero. Le ganaban, claro, sin dificultad, y el cuate pagaba y se iba con su derrota a cuestas. Pero volvía al siguiente día por la revancha. Proponía una apuesta del doble o triple que la anterior. Los ganadores aceptaban, pues habían visto ya la mala calidad de su juego. Era un pichón. Volvían a jugar, y recibían una paliza de órdago. Es que era el otro cuate el que había jugado.
Tenían un hermano los gemelos. Se llamaba Mariano.
A diferencia de los cuates, que eran bajitos de estatura y tirando a güeros, Tomás era alto, delgado, y de cabello negro. Siempre calzaba tenis, y las muchachas le hallaban parecido con Vittorio Gassman. Si sus hermanos eran geniales grabadores él era dibujante extraordinario. La profesora Victoria Garza Villarreal, maestra de dibujo, se asombraba y conmovía al ver los trabajos que Mariano hacía en la clase. Cierta mañana el estudiante hizo el dibujo a lápiz de un vaso. Lo vio doña Victoria y nos lo mostró alzando en alto la hoja. Exclamó emocionada hasta las lágrimas:
-¡Si suelto este papel se quebrará el vaso!
¡Cómo me gustaría saber de estos hermanos, tan buenos los tres, y tan artistas! Guardo su recuerdo, algo esfumado por el tiempo, como algo de lo mejor de mi paso por la secundaria.
Encuesta Vanguardia
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