Ha pasado con harta frecuencia en el mundo de la música que cierta agrupación, por disputas internas (o desacuerdos con el mánager), pierda los derechos sobre su nombre.
Dependiendo del prestigio de la banda, esto puede suponer un problema menor o mayúsculo, y es que muchas veces el nombre artístico de un colectivo musical es más grande que el de los miembros que lo componen.
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En el rock el ejemplo más a la mano que tengo es el de la legendaria marca de Creedence Clearwater Revival (frecuentemente abreviado CCR).
Con esta denominación, a finales de los 60 y principios de los 70, la banda incorporó un montón de temas con sabor sureño al repertorio de clásicos del rock, pero siempre bajo el liderazgo del compositor y vocalista John Fogerty.
Pasa que la banda tuvo una disolución más bien amarga y el líder perdió los derechos sobre el nombre de la agrupación.
Así que durante las últimas décadas, una tal banda Creedence Clearwater “REVISITED” (con el exbajista y exbaterista de CCR) ofreció conciertos y giras (incluso en México, donde se le tiene gran cariño a este catálogo musical) lucrando con el legendario y tres veces bendito nombre de Creedence, pero sin la voz ni la presencia del alma del grupo.
Mientras que por su lado, John “El papá de todos nosotros” Fogerty ha estado constante en los escenarios defendiéndose con su puro nombre y, desde luego, con el hermoso repertorio que tiene como legado. Ya lo vi tres veces y no le he visto una cuarta ocasión nomás porque se atravesó la jodida pandemia.
Tenemos otro caso más a la mano y reciente con la no menos venerada agrupación Bronco, que tras una serie de disputas legales perdió su emblemática denominación y se vio obligado a presentarse, al menos por un tiempo, como El Gigante de América (wtf!).
No creo que nadie sobre la faz de la Tierra haya dicho jamás: “Vamos al concierto de El Gigante de América”.
Y lo cierto es que un auténtico aficionado de Lupe y compañía asistiría a sus conciertos aunque se tuvieran que promocionar como “José Guadalupe Esparza y los Pitufos Renacentistas”. Pero sí es una lástima ver a una banda querida, despojada de su tan emblemático y bien posicionado nombre.
Uno más: Luego de un trágico accidente en el que pereciera el director musical de la Sonora Santanera (Carlos Colorado), la viuda de éste reclamó para sí el nombre de la agrupación. De manera que todos los miembros fundadores y voces auténticas se vieron en la necesidad de presentarse y grabar como La Única e Internacional Sonora Santanera y, de hecho, otros miembros disidentes formaron sus propias agrupaciones. Una verdadera lástima.
Todo esto es especialmente frecuente cuando el ensamble es muy numeroso y alguno de sus miembros comienza a destacar. La estrella en ascenso quiere naturalmente una mayor participación por su contribución y el gancho que tiene con el público; mientras que para el dueño del nombre, es sólo un talento a sueldo completamente reemplazable.
Por eso un día tenemos a “La Sonora Explosiva” cosechando éxitos y meses después nace “La Volátil y Potencialmente Letal Sonora Trinitrotolueno de Mariquita la Diosa Guapachosa”.
Retener los derechos sobre el nombre no significa necesariamente conservar el talento o la esencia de un grupo o colectivo. Así como perderlo no quiere decir que haya una transformación sustancial. Pero casi siempre se trata sólo de explotar los viejos éxitos de un nombre bien posicionado.
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El PRI, el otrora imbatible Revolucionario Institucional, la dictadura perfecta, el poder hegemónico en México durante el siglo 20, se encuentra en esa lamentable y tristísima posición.
Al otrora líder indiscutible del hit parade político, le pasó como a tantas agrupaciones musicales, que el talento se fue para otro lado; entendiendo por “talento” la habilidad de su militancia para perpetuarse y servirse del poder; y entendiendo por “otro lado” el partido Morena, que sólo es la fase digi-evolucionada del viejo tricolor.
El PRI se quedó hueco, sin talento (es como si sacarán de una boy band a los guapos y a los que sí saben cantar) y nomás se quedó el dueño del nombre, de la marca, de la franquicia, para seguirla explotando; aunque ya no represente absolutamente nada para nadie.
Sin que ningún priista hiciera nada por impedirlo, Alejandro “Alito” Moreno se adueñó de la marca y planea seguir lucrando con ella hasta que no produzca el último peso de su historia.
Quizás lamente pasar a la historia de la infamia como el jefe de la manada de carroñeros que se dieron un banquete con los despojos del vetusto dinosaurio. O quizás hasta se congratulate por ello, pero aun así, con lo abaratada, achicada y desprestigiada que está la franquicia, le alcanza para que él y sus compinches sigan obteniendo canonjías y pactando privilegios e impunidad.
Y en una situación similar se encuentra el PAN de Marko Cortés, pero ese me merece un comentario aparte, dados los peligros que entraña tener una derecha tan pobremente representada. Sin embargo, y a no dudar, el taradazo de Cortés es también el dueño de una marca que aunque fue bastante exitosa hoy está devaluada y carente de toda relevancia.
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El PRI de Alito es como ese Creedence pirata, una marca nomás para esquilmar el dinero de unos pobres incautos que ya no notan la diferencia o no les importa.
Lo malo es que mientras siga respirando esa franquicia moribunda y aunque sólo exista para darle a Alito y amigos que lo acompañan (¡hola, Robén Moreira!) una vida cual no hay dos, pues vive de nuestros impuestos.
Y no lo olvide: Alito se quedó con el nombre y logo del PRI, pero todo el “talento” tricolor se fue a reagrupar en la sensación del momento: “La Banda del Loco Sargento Andrés y sus Exrevolucionarios del Bienestar”.