Filosofía batata

Opinión
/ 21 diciembre 2024

Conservador es aquel que tiene algo que conservar.

Alguien dijo que el que a los 20 años no es comunista es un idiota, y el que a los 40 años es comunista es un mayor idiota.

Somos revolucionarios mientas no tenemos nada que una revolución pueda quitarnos. Pero nada como una mujer y unos hijos, un pedazo de tierra, cuatro paredes y una cuenta de ahorros en el banco para hacer del más encendido revolucionario el más apacible burgués.

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Casi todos los hombres somos conservadores. Hasta los 3 años de edad somos un pedazo de carne color de rosa con dos extremos, uno de los cuales hay que estar llenando continuamente de leche, y el otro de talco. Después, hasta los 8, somos angelotes que se indignan cuando algún heterodoxo declara que Santa Claus es papá y mamá es la cigüeña. Los 20 años nos encuentran en las barricadas, luchando solos contra el mundo. Toda causa encuentra en nosotros campeones decididos. Y después... la catástrofe. Algo -o alguna- nos amansa. Nuestros ímpetus amenguan. Compramos un traje gris y vamos por ahí negando con sonrisa vergonzante nuestras locuras de ayer.

Quiero decir que nos volvemos conservadores. Todo cambio nos espanta; quisiéramos que la luna no mudara sus fases. Cualquier movimiento pone temor en nuestros corazones: el temblor de la hoja en el árbol nos eriza los cabellos. Olvidamos nuestras rebeldías y nos sentimos viviendo en el mejor de los mundos posibles. Y, hundidos hasta el cuello en cosas que no poseemos, sino que nos poseen, nos olvidamos del que hizo la revolución más grande de la historia, aquel que dijo algo acerca de un camello que no podía pasar por el ojo de una aguja.

Cuando el joven rey subió al trono llamó a los Once Sabios de su reino. Les ordenó:

-Poned en libros todo lo que los hombres saben acerca de todas las cosas, porque quiero saberlo.

Los Once Sabios cumplieron el mandato. Al cabo de 10 años 10 mil carros de bueyes pasaron frente al soberano cargados de volúmenes.

-Eso es demasiado -dijo con gran disgusto el joven rey-. La vida entera no me bastará para leer todo eso. Ponedme en libros sólo lo que los hombres saben acerca de las cosas importantes.

Se pusieron a trabajar los sabios, y en otros 10 años suprimieron lo que no era importante entre todas las cosas sabidas por los hombres. Pero el rey siguió inconforme. Aún eran demasiados libros.

-Traedme nada más lo que los hombres saben acerca de las cosas más importantes.

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Volvieron los sabios al cabo de otros 10 años y entregaron al rey un centenar de libros. Esfuerzo grande habían hecho para poner en ellos las cosas más importantes sabidas por los hombres. Algunos de los sabios habían muerto ya por las fatigas y la edad. Pero el monarca rechazó nuevamente su trabajo.

-He envejecido -dijo a los sabios-. Me queda poco tiempo, y ni siquiera esos libros acabaría de leer. Traedme, pues, lo que los hombres saben acerca de las cosas verdaderamente importantes.

Otros 10 años pasaron, hasta que un día llegó al palacio el único de los sabios que vivía aún. Con mano temblorosa entregó una hoja al monarca. Le dijo:

-Esto es lo que los hombres saben acerca de las cosas verdaderamente importantes.

El soberano tomó la hoja y leyó: “Nada”.

El rey, que también había vivido mucho y estaba ya muy cerca de la muerte, supo que lo que estaba escrito en la hoja era verdad.

En estos días navideños recordé esa historia. No sé si sea verdad, pero sí sé que es verdadera.

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