Nacimientos y renacimientos
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¡Cuán hondo simbolismo reside en estas sencillas cosas navideñas! Se diría que el pueblo se hizo teólogo, intuyó esos misterios y les dio forma visible en sus alegorías
Este pino de Navidad tiene esferas, y todas las esferas son rojas. La mujer que adornó este pino ha de ser una doctora de la Iglesia, como Santa Teresa. Porque he aquí que las esferas representan la manzana que comieron Adán y Eva, nuestros primeros padres.
No dice el Génesis que el fruto prohibido haya sido una manzana, pero los ceñudos exégetas supieron que ninguna fruta es tan tentadora como la manzana, por el rojo encendido de su piel, la marfilina albura de su carne y sus redondas morbideces femeninas. Concluyeron entonces que el fruto prohibido fue una manzana. Y concluyeron bien, aunque no hayan conocido las de Arteaga.
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Los foquitos en el pino navideño simbolizan la luz de la fe. Junto a las tentaciones esplende el fulgor de la gracia. En lo más alto del árbol hay una estrella luminosa. Eso quiere decir que al final triunfará el bien sobre las asechanzas que aguardan a los hombres −y también a las mujeres− en cada esquina de la vida.
Este Nacimiento con musgo, heno y barro tiene pocas figuras, porque es de casa pobre. Está el Misterio, sí, con el Niño Jesús. José y María. A San José le dice el pueblo “Señor San José”. No es poca cosa que un carpintero humilde se haya ganado ese título de señor que no se da a otros santos.
Tiene también el Nacimiento un ángel. Nunca puede faltar ese ángel: fue el que anunció la llegada del Mesías. Y tiene también unos pastores que escuchan el anuncio. Un mensaje no es mensaje, sino hasta que alguien lo ve o lo oye. Por eso debe haber pastores en el Nacimiento: gracias a ellos existe el Evangelio. La Buena Nueva se forma con quien la da y con quien la recibe. Sin Dios no está completo el hombre, pero sin el Hombre tampoco está completo Dios. He ahí el Misterio, ese gran misterio que es el Misterio de la Encarnación.
¿Qué otras figuras tiene el Nacimiento? Tiene un ermitaño, y al lado del ermitaño un diablo. No debe sorprender esa vecindad: el mal siempre anda alrededor del bien. A veces el mal destruye al bien, pero si no consigue destruirlo entonces lo perfecciona y aquilata.
He ahí la jerarquía del Nacimiento navideño. Abajo el ermitaño y el demonio, es decir, el hombre en lucha solitaria contra el mal. Un poco más arriba los pastores, que han escuchado ya el mensaje de la salvación. Luego Dios hecho hombre, con su padre y su madre, familia terrenal. Y en la cima de todo el ángel o la estrella, representación del triunfo de la gracia y anuncio de la Ciudad de Dios.
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¡Cuán hondo simbolismo reside en estas sencillas cosas navideñas! Se diría que el pueblo se hizo teólogo, intuyó esos misterios y les dio forma visible en sus alegorías. Podrán adquirir éstas todas las formas que el capricho les quiera dar: quizá la piñata no tenga ya siete picos –los siete pecados capitales–, sino algún personaje infantil de moda; quizás en torno del Nacimiento gire un tren eléctrico; quizá del pino cuelguen esferas de todos los colores y figuras de esas que la modernidad lleva y trae. Pero en el fondo el símbolo es el mismo y el Misterio –el misterio– ahí está, y nosotros en él.