Gladiadores modernos: Ciclos de poder en la política mexicana

Opinión
/ 27 noviembre 2024

Con el inminente estreno de Gladiador 2, película que rompe récords desde el día de su estreno, el cine nos transporta nuevamente al esplendor de la Roma antigua: una era donde los emperadores dominaban con puño de hierro, los gladiadores combatían por la gloria en arenas sangrientas y la ambición era el eje sobre el que giraba la rueda de la historia. Si bien esta Roma parece lejana, su política resuena profundamente con las dinámicas actuales en México y Coahuila, donde los ciclos del poder parecen repetirse con una precisión casi fatalista.

En la Roma imperial, los césares ascendían al trono rodeados de conspiraciones y deslealtades. Un triunfo podría transformarse en tragedia en un abrir y cerrar de ojos; la estabilidad era un espejismo. Antes de ellos, la República intentó imponer un sistema de balance y control, pero fue víctima de las mismas fuerzas centrífugas que destruyen las instituciones cuando la ambición personal sobrepasa el bien común. ¿No es esto un reflejo de lo que vivimos en la política mexicana, donde el juego del poder, lejos de ser lineal, es un carrusel de enfrentamientos, alianzas efímeras y estrategias maquiavélicas?

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En México, los líderes políticos son gladiadores modernos, lanzados a una arena pública no menos despiadada que el Coliseo. Su lucha no es sólo por ideas o propuestas, sino también por el dominio absoluto del escenario político. En Coahuila, esta dinámica adquiere un matiz particular: los actores cambian, pero las tramas son las mismas. Gobernadores y legisladores enfrentan retos que, si bien son contemporáneos en apariencia, comparten con la Roma antigua el núcleo de la ambición, la traición y la búsqueda de perpetuidad en el poder.

La alternancia política en México y en los estados como Coahuila ha demostrado ser un ciclo tan inevitable como el amanecer. Las ideas, como el grito de un gladiador triunfante, suele quedar opacada por la realidad de las estructuras de poder que sobreviven a cualquier transición. En este vaivén, los gobernantes asumen roles no muy diferentes de los emperadores: rodeados de consejeros leales hasta que el viento político sopla en dirección contraria.

Coahuila, con su particular mezcla de tradición agrícola, ganadera e industrial, es un microcosmos de este drama eterno. Sus líderes, como los césares de antaño, enfrentan desafíos monumentales: la seguridad, la migración, la diversificación económica y la pugna por el control del relato político. Pero como en Roma, los problemas de fondo persisten, apenas maquillados por los cambios de figuras y colores partidistas.

La corrupción, como la plaga que asolaba las provincias del imperio, se extiende en todas las esferas del poder. Los gladiadores políticos, al igual que los combatientes del Coliseo, buscan el favor del público y, sobre todo, del emperador de turno. Pero aquí, el emperador no es un individuo: es el sistema mismo, un Leviatán que premia la lealtad al poder por encima de la justicia.

La narrativa política mexicana también se construye sobre el espectáculo, un concepto que los romanos dominaban a la perfección. En el Coliseo, los juegos eran diseñados para distraer y controlar a las masas. Hoy, los foros han sido sustituidos por redes sociales y conferencias de prensa, pero el principio sigue siendo el mismo: quien controla la narrativa, controla la percepción del poder.

Maquiavelo habría entendido perfectamente este ciclo. “Los hombres olvidan más rápidamente la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”, escribió, destacando la naturaleza humana como motor de las decisiones políticas. En México, esta máxima cobra vida en cada elección, en cada conflicto entre poderes. Gobernar no es tanto construir un futuro como gestionar el presente y evitar el colapso.

Pero, como bien sabía Maquiavelo, el poder no es eterno. En Roma, los césares aprendieron esta lección en los idus de marzo y en los golpes de Estado que los sucedieron. En México y Coahuila, esta fragilidad del poder se manifiesta en las urnas, en los pasillos del Congreso y, a veces, en los tribunales. Sin embargo, la esencia permanece: el poder es un juego que nadie gana para siempre.

Mientras nos adentramos en una nueva etapa política, es inevitable preguntarse si hemos aprendido algo del pasado o si estamos condenados a repetirlo. El país no está exento a esta ley universal de los ciclos del poder. La historia es un espejo en donde podemos ver nuestros defectos, pero también nuestras oportunidades. Roma cayó porque sus líderes olvidaron que el poder sin virtud es una sentencia de muerte.

En el gran teatro del poder, no sobreviven los más fuertes, sino aquellos que entienden que la ambición sin virtud es la verdadera ruina de los imperios.

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