Haiku: En defensa de la brevedad
COMPARTIR
TEMAS
El otro día me enviaron la convocatoria de un concurso de poesía. Un punto de las bases me inquietó: los poemas deberían contar con un mínimo de ocho versos. Me reí y me enojé al mismo tiempo. De inmediato pensé en todos los grandes poetas de la literatura clásica que quedarían excluidos. Matsuo Bashō, el escritor japonés de mayor fama internacional, automáticamente perdería. Parece que nuestra época está confundida en cuanto al valor de un poema. Estos certámenes, en los que nunca participo, nos dicen entre líneas (y en reglas no escritas) que lo único digno de considerarse poesía es un texto largo, con un tema solemne y crítico. A veces, entre los galardonados, encontramos obras maestras; a veces, no. Qué maravilla que la extensión determinara si hay poesía en una página. De ser así, los poetas se librarían de muchísimos problemas. Y también entiendo, en la propuesta de estos parámetros, que la brevedad es “fácil” o “tramposa”. La lectura y especialmente la escritura de poesía me han enseñado lo contrario.
Volveré a los maestros del Japón del siglo XVII. Bashō, como otros de su época, fue un poeta caminante. Escribió en sus diarios de viaje poemas de tres versos y diecisiete sílabas llamados haikus. Esta forma fue herencia de otros estilos breves como la tanka. Los creadores de haiku eran, en su mayoría, budistas que plantearon un ejercicio lírico complejo (intención, me parece, de toda poesía): eternizar un instante. Mario Benedetti dice que es algo así como “encerrar un paisaje” o una emoción. Hacer un haiku es más que trazar palabras al aire. También es más que un chispazo de ingenio. Hay una búsqueda profunda por dejar una reflexión espiritual o un recuerdo luminoso. Bashō recorrió cientos de kilómetros para encontrar las escenas que inspiraron a sus poetas antiguos favoritos. Tardó cerca de dos años en llegar a los lugares que describe en “Las sendas de Oku”, diario famoso por la traducción de Octavio Paz. “Hierbas de estío: / combates de los héroes, / menos que un sueño”, nos dice.
Desde que los lectores en lengua española conocieron esta poesía tan breve como fuerte, trasladaron las equivalencias para hacer sus propios haikus. Hasta donde sé, el poeta mexicano José Juan Tablada, gracias a su viaje a Japón, fue el primero en introducir estas formas al mundo hispanohablante. Él les llamó “poemas sintéticos” y dedicó su libro a “las sombras amadas” de Bashō y de la gran Chiyo-ni: “Devuelve a la desnuda rama, / Nocturna mariposa / Las hojas secas de tus alas”, escribe entre sus poemas del Crepúsculo. Muchísimos poetas posteriores han hecho sus versiones de los haikus, hay quienes se apegan a las estructuras tradicionales y quienes se toman sus licencias.
En su conferencia “La voz de la mujer en el haiku”, la traductora Cristina Rascón explicó los elementos para hacer un poema de esta naturaleza. Hay tres reglas. La primera es que el haiku debe llevar un “kigo”, palabra de estación. No puede usarse cualquier término, debe ser uno que en realidad represente o evoque a la estación deseada; puede ser animal, planta, día, hora, etcétera. Existen diccionarios para elegir la palabra. Luego aparecerá un “kireji”, que consiste en una cesura o pausa gramatical. La tercera es la métrica de 5-7-5 sílabas. Además, como todo poema, el haiku debe lograr ese golpe conmovedor. Su estructura muchas veces impersonal hace que esa distancia tenga un efecto contrario. Tanto Bashō como el resto de los poetas de su siglo, estudiaban algunos años para escribir haikus con destreza. No son, pues, meras ocurrencias.
El instante a través de una estación crea una idea cíclica del tiempo, como también detalló Rascón. Por eso este “sol diminuto”, como lo llamó Paz, eterniza el momento, el anhelo, la emoción. Bashō, más allá de sus dos mil discípulos que tuvo en vida, ha dejado incontables herederos a través del tiempo y en diversas lenguas. Entendimos que un poema de tres versos es tan poema como cualquier otro.