‘Hermoso huipil llevabas, Llorona...’
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Las calaveritas de azúcar con nombres de personas en la frente las recuerdo alineadas en cada puesto del mercado que recorría de la mano de mi madre, cuando era niña. Esa sí que es una remembranza dulce. Ya sabía mi mamá que tenía que comprar algunas, cinco o seis eran puestas en una bolsita de papel, yo me las saboreaba con los ojos, y contaba los pasos para volver a casa y disfrutar del festín. En la canasta de mi madre también iban trozos de calabaza, pedazos de piloncillo y rajas de canela, ingredientes todos para ser puestos en una cazuela de barro que se utilizaba cada año para el manjar de las fechas del día de muertos. El altarcito de muertos –en diminutivo– era puesto sobre la mesa de centro de la sala, con un mantelito blanco, ahí estaban las flores de cempaxúchitl, el pan esponjadito con figuritas de huesos espolvoreados con azúcar, que nos comíamos acompañados con las tazas de atole de guayaba o de tamarindo, un tiesto en el que se prendía copal, que aromaba toda la habitación. No ponía ninguna fotografía, pero me decía que era en recuerdo de todos los parientes que ya habían rendido cuentas ante el Señor. Rezábamos un rosario en su memoria. Mi madre solía cantar la Llorona, la del huipil... eso se me quedó tan grabado, que hasta la fecha lo asocio con el día de muertos. Ya cuando fui mayor indagué sobre el origen de la canción y me enteré que era oaxaqueña, de la región del Istmo de Tehuantepec, y que la vinculaban con la leyenda de la llorona, la mujer que lloraba eternamente por los hijos a quienes ella misma había dado muerte. Yo no le encuentro relación, salvo que sea por el llanto.
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La celebración del Día de Muertos, es parte sustantiva de nuestro patrimonio cultural inmaterial. El culto a los muertos se tiene en diferentes culturas de Europa y Asia, pero en nuestro país cobra matices especiales, como son la solemnidad, el toque religioso, pero también lo jocoso –somos un pueblo que se ríe de la muerte, nomás lea las “calaveritas” literarias- y lo festivo. Las ofrendas de día de muertos son altares de origen prehispánico. Estos eran levantados en honor de distintas deidades y se colocaban en fechas diferentes. Sin embargo, la del señor de los muertos, Mictlantecuhtli, ocurría en el mes que ahora conocemos como noviembre. Esta coincidencia fue aprovechada por los frailes durante La Colonia para hacer un sincretismo entre el cristianismo y las creencias religiosas autóctonas.
La muerte es un personaje omnipresente en el arte mexicano, con una variedad representativa de antología, que va desde diosa, protagonista de cuentos y leyendas, personaje crítico de la sociedad –la calaca garbancera de Posada-, hasta invitada risueña a nuestra mesa. Nos convoca sin duda alguna, a una conmemoración muy significativa en el querer y en el sentir de una nación tan fuertemente expresiva como es la que conformamos los mexicanos. Tiene que ver con el nadir y el zenit, con el principio y el fin, con la luz y con la sombra, con la vida y con la muerte. En México, al ser un país pluricultural y pluriétnico, se le han ido añadiendo diferentes significados y evocaciones, construyendo así, más que una festividad cristiana, una celebración nacional, que es en mucho lo que la mantiene viva hasta nuestros días.
Cabe decir, que, aunque las principales fechas en las que se celebra Día de Muertos son el 1 y el 2 de noviembre, también ameritan mención el 28, 29, 30 y 31 de octubre. ¿Por qué? Porque según la tradición, el 28 de octubre visitan las ofrendas aquellas almas que murieron de forma trágica; el 29 las de quienes fallecieron ahogados. Y el 30 y el 31 arriban los espíritus de aquellos chiquitos que fallecieron sin recibir el agua bautismal. Esto explica porque México se llena de altares, catrinas y ofrendas en las que los muertos son bienvenidos y venerados. Es una maravilla festinar esta creencia mágica de que los fallecidos vuelven una vez al año a reunirse con quienes estamos en un mundo al que ellos ya no pertenecen, y partiendo de esto, se les hacen los honores con los platillos que más disfrutaron en su estancia terrenal. La luz de las velas y veladoras es para guiarlos a su encuentro con quienes los llevan en la memoria del corazón. Son siete platos los que se ofrecen a los difuntos, con siete montones de tortillas, piezas de pollo o de guajolote cocidos, tamales, café, chocolate. Acuda a los museos para que disfrute el colorido de esta tradición tan nuestra. En Saltillo tenemos el Callejón de Santos Rojo, no se pierda la belleza que ahí se exhibe, hay calaveras sonrientes y circunspectas, hechas con distintos materiales, una pareja de catrines para que flanqueado por ellos -una dama y un caballero-, se tome fotografías. Y no le digo más, para que se sorprenda. Es un delicioso paseo en familia. Se ofrece a lo largo y ancho de Coahuila toda una gama de actividades vinculadas a esta celebración tan mexicana. Entre a la página de la Secretaría de Cultura, y usted elija que desea disfrutar.
Por su relevancia tradicional, integradora, representativa y comunitaria, esta celebración ha sido declarada por la UNESCO, PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD. Hoy por la noche en diferentes latitudes de nuestro país los cementerios estarán alumbrados con miles de velas y sus tumbas se convertirán en jardines vivientes, verbi gratia Mixquic, y el esplendoroso Janitzio, en Michoacán, Aguascalientes con su desfile de catrinas en honor de su creador, el inmortal José Guadalupe Posada, Oaxaca, con su plaza principal colmada de luces, de cantos sentidos como la Llorona y el precioso vals Dios nunca muere, de Macedonio Alcalá. Espacio me falta. Y nosotros, Coahuila, con un deber de amor por esta tradición que hay que cultivar para que se arraigue en las nuevas generaciones. Esto en NUESTRO. Transmitamos a nuestros descendientes esta mexicanísima perspectiva de la muerte, que no se concibe ni como una ausencia ni como una falta; el muerto es el festejado. El 2 de noviembre el muerto viene, camina, observa el altar, percibe, huele, prueba, escucha. No es un ser ajeno, sino una presencia viva. La metáfora de la vida misma se narra en un altar, y la muerte se entiende como un renacer infinito, como un recordatorio de que hoy somos los que invitamos, pero mañana seremos los convidados a la fiesta. Que emoción es tener la visita de todos los ancestros a quienes debemos el estar aquí.
De nosotros depende que no se pierda esta tradición que huele a cempaxúchitl, a veladora encendida y que sabe a dulce. Y en esta tierra bendita que es Coahuila, también tiene aromas de cemita, de tortilla de harina y de cortadillo... ¿A poco no?