La bendición de la canción
Entre los muchos dones que de la vida he recibido –arrodillado debería yo estar siempre para agradecerlos– está el de la canción. Desde muy niño me gustó cantar y oír cantar. Un cierto amigo mío sentenciaba: “A mí no me den por bueno a alguien que no canta, aunque sea bajo la regadera”. Yo cantaba en el coro de mi colegio, el invicto y triunfante Zaragoza, y en los concursos infantiles de la radio. Una criadita de mi casa, herida el alma por causa de un cabrón que la engañaba y la desengañaba, me pedía que le cantara las canciones que le daban dolor de corazón: “Sentencia”, “Amor perdido”, “Conozco a los dos”... Pasó el tiempo –pasar es su principal oficio– y entonces las canciones fueron de amor para la amada. Endechas de los cantores saltilleros: “Eres la inspiración de mi vida, de mi vida que es para ti...”... “Como un sol tempranero radiante de luz, así, niña adorada, así has llegado tú...”... “Quisiera ser rayo de luna que incite en tus ojos destellos de amor. Quisiera como ella mirarte, poder contemplarte con mudo fervor...”... Enamorado pobretón, no podía yo pagar un trío, y entonces yo mismo le llevaba serenata, sin más compañía que la de mi guitarra, a la novia de toda mi vida y de más allá de la vida. “Cuando nacemos nos regalas notas”, le dijo a la “Suave Patria” el poeta jerezano. Y cuando morimos también, añado yo, que tantas veces he escuchado en un cementerio esa tristeza llena de canción, “Las Golondrinas”. Los mexicanos llevamos la música por dentro, y por fuera también. Las noches bohemias son una institución, de las muy pocas contra las cuales la 4T no ha arremetido. Si no has estado tú en una noche bohemia te acompaño en tu sentimiento. Ahí aflora la verdad del hombre. Y también la verdad de la mujer, que es una verdad más verdadera. Ahí se bebe porque sí, y sobre todo porque no. Para que una noche bohemia sea auténtica debe acabar por la mañana. Decretaba en la madrugada un cierto amigo mío, ebrio ya de tequila y de recuerdos: “De aquí no nos vamos, sino hasta verle las nalgas al sol”. Muchas bendiciones he recibido, dije, sin merecer ninguna. La más grande la perdí hace poco, y la lloro cuando estoy solo conmigo. Pero nunca he perdido la canción, y la canto cuando estoy solo conmigo. Y ya que de bendiciones hablo, permítanme contarles de una con la que mi ciudad fue ungida el jueves que pasó. Tiene nombre esa hermosa bendición: se llama Guadalupe Pineda. Bella de cuerpo y alma es esa gentil dama. Cantó –ella es el canto– ante una fervorosa audiencia que abarrotó el teatro donde se presentó y que varias veces la ovacionó de pie. La acompañó el espléndido grupo de músicos, cada uno maestro de su instrumento, que forman la Orquesta Filarmónica del Desierto de Coahuila. Su joven y talentoso director, Natanael Espinoza, ha hecho de esa orquesta uno de los mejores conjuntos sinfónicos del país. Guadalupe Pineda es la voz de México. No faltará a la verdad quien diga que cada día canta mejor. Se entregó al público, y el público se le entregó. Oírle sus canciones emblemáticas: “Jacinto Cenobio”, “Yolanda”, “Gracias a la vida”, llegó al corazón de todos. Yo vivo perpetuamente agradecido a esta maravillosa artista mexicana por su generosidad. Sus bondadosas palabras han sido siempre para mí estímulo y aliento. En horas de dolor recibí de ella y de su esposo un mensaje que me dio paz y consuelo. Por todo eso le doy gracias. Y gracias doy también al alcalde de Saltillo, ingeniero José María Fraustro Siller, amigo de siempre, hombre sensible y culto, por haber hecho a mi ciudad ese precioso regalo: el de la belleza, la voz y el sentimiento de Guadalupe Pineda... FIN.
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