La capacidad de aprender: un desafío pendiente en los políticos
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Se aprende en la escuela, en la casa y en la vida, empeño que nunca acaba. Para cualquier persona, sin importar situación o tarea, aprender es indispensable para adaptarse virtuosamente a la realidad. Aprender es una actitud ante la vida, asumir sin falsa modestia que mucho se ignora y que lo que se aprende no siempre guarda vigencia o es aplicable a la circunstancia. Siempre debe haber disposición a aprender.
Los gobernantes deben aprender a aprender. Es un reto mayor. La soberbia y la ignorancia son mal mayor y frecuente en los menesteres de la política; presumir que todo se sabe y desestimar la opinión de los demás, particularmente cuando no es favorable. La crítica siempre será útil, lo que resiste apoya, suele decirse, parafraseando a un mexicano de excepción quien fue dirigente, ni más ni menos, que del PRI y secretario de Educación Pública.
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La resistencia a aprender es una enfermedad de nuestros tiempos, y no es sólo el presidente López Obrador, aunque es uno de los ejemplos más acabados. Ya en su quinto año de gobierno no ha aprendido y ha involucionado por su resistencia a escuchar, a tergiversar toda opinión, dato o hecho no favorable. Su mentalidad de guerra permanente no da para escuchar cualquier idea, iniciativa u opinión que no concurra con su sentido estrecho y miope de las cosas.
El Presidente se asombra e indigna al ser señalado por violencia política de género. No entiende ni quiere entender. Para él calumniar es legítimo y propio de la política; en su obsesión y fijaciones políticas no advierte que imputar a una mujer que su promoción no es producto de propio mérito, como es el caso, sino de una conjura de hombres es un claro ejemplo de violencia política de género, mayor si los señalamientos vienen del hombre más poderoso e influyente.
Las personas cambian. Mucho más las expuestas al vértigo del ejercicio del poder presidencial. Las virtudes y los defectos se reproducen de manera exponencial. Sin embargo, nuestro tiempo habrá de ser consignado como un fracaso, no de un presidente, no de un gobierno, más bien de una generación, de aquellos poderosos −formal e informalmente− que no tuvieron la capacidad, voluntad o carácter para contener los excesos del poder. La pandemia, la acción gubernamental de combate al crimen, la política educativa o en materia de salud, la impunidad, la militarización de la vida pública, el desdén a la Constitución y a la legalidad y el deterioro de la civilidad política condenan a todos de una o de otra forma, más a quien preside el gobierno.
No se trata de popularidad o de hacer de los votos la medida del desempeño de las autoridades. Nadie es infalible, ni siquiera la voluntad mayoritaria procesada en comicios justos y ordenados. La prueba de ácido del buen gobierno son los resultados, mismos que deben apreciarse en una perspectiva de mediano y largo tiempo.
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La condena al pasado por las faltas de los empoderados en la política y economía, justificada en muchos aspectos, no absuelve al presente. Se debe mejorar, superar los problemas de viejo y nuevo cuño; dar satisfacción al anhelo de un mejor presente y porvenir.
Efectivamente, el Presidente ha involucionado y cada día que pasa revela su incapacidad de aprender. Desde hace tiempo muchos dieron por descontado que cambiaría para bien. Su obstinación y terquedad lo llevan a la crueldad, como con las víctimas por la inseguridad o los fallecidos por el negligente y criminal desempeño de las autoridades en materia de salud, con un favorito presidencial, el Pol Pot criollo, Hugo López Gatell. Cientos de miles de mexicanos murieron a partir del dogma y del ignominioso sometimiento de la ciencia a la política.
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Los mediocres reproducen mediocres. El deterioro de la calidad de Gobierno está presente en todas partes. Invocar en el servicio público lealtad en lugar de capacidad ha sido pernicioso en extremo. La administración no es política; los países modelo parten de una separación clara y determinante entre las tareas técnicas de las de carácter político. La educación se ha degradado en extremo. Anular la evaluación significa condenar a millones de niños mexicanos, especialmente los más pobres, a una condición de marginalidad e ignorancia; acentuar la desigualdad y tornar al sistema educativo público en fábrica social de mediocres, como si ese fuera el objetivo.
La condena de nuestros tiempos es la incapacidad de aprender.