La carpeta de Agujita

Opinión
/ 9 agosto 2022
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No es casual que los mineros alrededor del mundo hayan sido pioneros en la conquista de derechos para la clase trabajadora, dado que históricamente su convenio laboral consiste en arriesgar la vida todos los días, adentrándose en las entrañas de la Tierra (con un progresivo deterioro adicional para su salud), todo a cambio de una paga que, de tan modesta, condena en la mayoría de los casos a su descendencia a seguir el mismo destino, en un círculo de desgracia que se retroalimenta. Sin mucho análisis, podríamos encontrar en esta actividad algunos rasgos distintivos del trabajo esclavo.

Bajé alguna vez al interior de una mina de carbón y es algo conmovedor. Hay en efecto un riesgo inherente, pero lo corre uno con gusto ya que, unos minutos aleatorios allá abajo en el peligro son un precio razonable a cambio de esta fascinante experiencia.

Sin embargo, correr el mismo riesgo todos los días durante largas jornadas, con el paso de los años, imagino que termina por anestesiar la sensación de inseguridad. Y no estoy diciendo que olviden la amenaza latente que les acecha, pero en algún cajón subconsciente habrán de meterlo todo para preservar la cordura. El riesgo sin embargo no desaparece jamás y un día se manifiesta con una explosión, un derrumbe, una catástrofe.

Aconteció la tragedia de Pasta de Conchos y por supuesto reflexioné en su momento en éstas y otras cosas relativas. Pasaban los días, y los medios y los gobiernos jugaban con nosotros, con la idea de que tal vez los 65 mineros pudieran estar vivos, esperando a ser rescatados.

Hasta que llegó un día en que todos admitieron que cualquier probabilidad de supervivencia era sencillamente imposible: la lucha se convirtió entonces en un reclamo de justicia y el rescate de los mineros no era ya por su vida sino por su dignidad.

Transcurrieron 16 años, desfilaron cuatro presidentes e igual número de gobernadores coahuilenses y mucho me pesa informarle que no hubo ni justicia ni dignidad para Pasta de Conchos. Sólo burocracia, asambleas, comités y acaso alguna conmemoración solemne.

Recorría el territorio mexicano por aquellos años un auténtico paladín, un luchador social, un campeador de las causas de la izquierda, es decir, las que están por definición comprometidas con la clase trabajadora.

Era su nombre Andrés Manuel López Obrador. Sí, se llamaba exactamente igual que el hoy Presidente. No supimos qué le sucedió, pero desde luego que hizo en su momento de la tragedia de Pasta de Conchos una de sus muchas banderas; y es que su gran estrategia era sumar a su movimiento tantas causas justas como le fuese posible. Sin compromiso con la entonces clase gobernante, López Obrador podía exigir, denunciar, incriminar incluso.

Pero hoy que su homónimo está al frente del Gobierno, no sabemos dónde quedó el Andrés Manuel original, el luchador social. Peor aún, no sabemos qué fue de su movimiento, que parecía una sólida amalgama cívica y se disolvió tan pronto pasó la algarabía del 2018.

El López Obrador de las campañas prometió rescatar los cuerpos de los 63 mineros faltantes. Pero ya como Presidente y después de recibir un dictamen sobre lo costoso y arduo de esto, ofreció continuar con las labores de recuperación a través de CFE (lo que podría prolongarse hasta por una década y tener un costo millonario aún sin determinar) o bien, convertir la mina en un memorial para las víctimas. Pasta de Conchos es una historia trágica que aún no escribe su última página.

Considero, muy en lo personal, que la única manera de dignificar la vida y muerte de un minero es haciendo que su sacrificio contribuya a mejorar las condiciones laborales, la seguridad, los contratos colectivos y las prestaciones de todos los que vienen detrás de ellos, al menos en su comunidad.

Pero me temo que Coahuila no ha mejorado en absoluto las condiciones de sus trabajadores mineros de 2006 a la fecha. Y es en realidad la muerte en las minas mucho más frecuente de lo que nos enteramos, pero tiene que ser una tragedia colectiva para que trascienda a los noticieros.

Morena, el partido de López Obrador (candidato y Presidente) hizo senadores a Napoleón Gómez Urrutia, personaje imprescindible para entender la realidad de la actividad minera en México; y a Armando Guadiana Tijerina, el multimillonario coahuilense que ha hecho fortuna en este ramo tan castigado. Impresentables ambos.

Guadiana Tijerina tardó 11 horas en subir un pronunciamiento anodino sobre el derrumbe e inundación de la mina en Sabinas que el 3 de agosto atrapó a una decena de mineros.

Y en su maratón diario de sandeces y sinsentidos, conocido como “la mañanera”, el Presidente se pronunció por garantizar el rescate de los mineros antes que comenzar a buscar responsables-culpables por esta desgracia. Demagogia pura. ¡Qué acaso no se pueden hacer las dos cosas simultáneamente! ¿No hay suficientes manos y cabezas en el País para que las dos cosas puedan estar ocurriendo al mismo tiempo?

Esa hipocresía sólo puede ser síntoma de encubrimiento y ya nos enteraremos a quiénes protege Andrés Manuel, el Presidente: Serán aquellos de quienes haga la defensa más tenaz ante la crítica y las acusaciones.

La prioridad es efectivamente, por ahora, rescatar tantas vidas como sea posible, pero llegará el momento en que esa búsqueda concluya (con buenos o funestos resultados) y entonces, sólo quedará un expediente más sobre su escritorio al cual estar contemplando, pasmado, sin hacer absolutamente nada. Allí quedará la carpeta de Agujita, sobre ese mismo escritorio donde irónicamente yace sepultado el desastre de Pasta de Conchos desde hace 16 años.

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